Detrás de la función

¡Gana la banca! (por ahora)

La mayoría de los ciudadanos españoles eligió la primera cadena de TVE para comerse las uvas; "es tradición", dicen algunos en ese breve lapso de tiempo entre un año y otro, en el que la irracionalidad de los deseos y la superstición se cuelan entre los recovecos de nuestra conciencia.

Con el objeto de preparar a los espectadores antes del momento cumbre, desde el mismo canal, el humorista José Mota protagonizó un aburrido desfile de chistes que pretendían resumir lo acontecido en 2010. Pero lo sorprendente sucedió al final del programa: unos caracterizados José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy se preguntaban quién vencería en las elecciones de 2012; este interrogante se cerraba con la sentencia de unos señores en un casino: "Gane quien gane, ganaremos nosotros. ¡Gana la banca!"

Lejos de olvidarlo, el ex Cruz y Raya insistió en el comportamiento de nuestros ‘líderes financieros’ segundos antes de las doce uvas, ante el frío y la incomodidad de la presentadora vitalicia Anne Igartiburu, una señal de que no se trataba precisamente de una escena ensayada. Muchas empresas y marcas famosas matarían literalmente por poder enviar sus mensajes comerciales en el mismo momento en el que José Mota prometía meter en cintura a nuestros banqueros. No pudo pasar desapercibido.

Independientemente de lo que sea del humorista a partir de ahora –decir la verdad no suele salir rentable-, la anécdota refleja un probable fenómeno de descontento ciudadano en el que cada vez se habla más de los principales responsables de la situación económica. Si los creativos del programa de humor creyeron conveniente emitir esos mensajes, fue porque estimaron previamente que una gran parte de la población y de los espectadores potenciales coincide en el diagnóstico: la idea de "salir de la crisis" pierde cada día más sentido, ya que a lo que asistimos es al reforzamiento del sector bancario frente a la precarización y el camino hacia la pobreza de millones de ciudadanos que hace unos años tenían unos planes de vida totalmente diferentes.

Pero que haya descontento no implica precisamente una revuelta democrática. A pesar de todo, la ciudadanía sigue bastante dividida en relación con los causantes del problema. Si comparamos los marcos de análisis de los progresistas con los de los conservadores –por establecer una sencilla clasificación dicotómica-, nos encontramos con dos crisis diferentes y, por supuesto, con un dominio bastante amplio por parte de estos últimos en la explicación de la generación de esta y de las posibles salidas.

Los partidarios del planteamiento conservador utilizan con frecuencia un marco de diagnóstico que se ha revelado como muy efectivo: "hemos vivido por encima de nuestras posibilidades". Esta sentencia nos acerca al "por mi culpa, por mi culpa..." y convierte la crisis en un difícil período en el que, no obstante, podremos purgar nuestros excesos: una especie de dieta de adelgazamiento doloroso tras la cual seremos mejores personas, a pesar de que hayamos quedado, de nuevo, fuera del paraíso. Los más progresistas, reconociendo la existencia de la codicia pre-crisis cristalizada en el endeudamiento, optan, sin embargo, por señalar a la banca y a la arquitectura financiera construida en los últimos años y décadas, claves a la hora de generar las burbujas. El supuesto de partida aquí es distinto, pues existe una enorme diferencia de poder e información entre los consorcios financieros y las familias apalancadas en hipotecas artificialmente infladas: la crisis es, por fuerza, el resultado de un engaño, por lo que no tenemos que pasar por el gimnasio obligatorio, sino luchar por su cierre.

Otro marco muy recurrido por la derecha consiste en "apretarse el cinturón", para lo que se compara un Estado entero con una economía doméstica. Casi hace ilusión pensar en todo aquello que se puede ‘reformar’ para ahorrar dinero: sueldos públicos, cargos de confianza, competencias autonómicas, tipos de contratos laborales... Todavía no lo sabemos, pero será bueno para nosotros. Sin cuestionar apenas los rascacielos del préstamo y la inversión no productiva, estas explicaciones nos llevan al paroxismo: parece que la economía real se tenga que ocupar de ‘financiar a la financiera’, que fue la que falló en el origen. En este campo, los progresistas responden con la propuesta de reformas en el sector bancario y en los mercados: impuestos, persecución de centros off-shore, creación de agencias de calificación públicas, política monetaria expansiva del BCE, banca pública, etc. Parece claro, desde este punto de vista, que no hay otra salida que una transformación profunda del mundo de las finanzas. Sin ella no se cura la enfermedad, solo se la maquilla hasta la próxima recaída.

Este nuevo año se parecerá en muchos aspectos al anterior; el riesgo sistémico –y su poder extorsionador- estará presente durante todo el ejercicio. Pero algo va a comenzar a moverse: las manifestaciones en Grecia, las protestas italianas, británicas, irlandesas... reflejan que la ciudadanía se está despertando a fuerza de golpes. La clave reside en que comencemos a hablar de ello con nuestras palabras, expresiones y formas de explicarnos un problema. Lo que nos llevará a preguntarnos si toda la deuda que supuestamente tenemos que pagar la hemos generado nosotros. Entonces será la banca la que tenga motivos para preocuparse.

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