Detrás de la función

¿Nos ha fallado Zapatero?

El lunes, 15 de marzo de 2004, José Luis Rodríguez Zapatero compareció públicamente para decir, entre otras cosas, que iba a comenzar en España "algo completamente distinto". El Partido Socialista acababa de ganar las elecciones generales tras unos monstruosos atentados y después de que una ciudadanía agotada por las formas del Partido Popular decidiera dar la oportunidad a una nueva generación de dirigentes de centro-izquierda, bastante despegados de los escándalos de corrupción de los últimos años de Felipe González.

Aunque no lo dijeron en su programa, los socialistas se tomaban muy en serio las teorías sobre la sociedad posmoderna: la globalización, con la ruptura del vínculo social (Alain Touraine), ha puesto al Estado del Bienestar en crisis económica e incluso moral (Zygmunt Bauman); el individuo, desorientado por el derrumbe de las ideologías, se busca a sí mismo: el mercado le ofrece convertirse en un producto más, mientras que los progresistas le proponen constituirse como sujeto, defender su identidad y sus derechos culturales. Es la nueva individualidad (Ulrich Beck), siempre en lucha contra el individualismo, la violencia y la guerra (la de Irak, por ejemplo).

De ahí que Zapatero y los suyos arrancaran fuerte con la retirada de las tropas y una política basada en la ampliación nominal de derechos individuales: matrimonio legal entre personas del mismo sexo, Ley de Igualdad, etc. Lo que el nuevo Ejecutivo perseguía no era sino conceder derechos de manera oficial, sancionando lo que la mayoría de la población ya aceptaba en su fuero interno. Nadie como ZP para igualar las uniones, pero nadie como los homosexuales y lesbianas para haberlo peleado en la calle, en las televisiones y en las cárceles durante décadas. Las reformas llegaron como aire fresco.

Mientras ZP y los suyos introducían estas disposiciones, junto a otras como la asignatura Educación para la Ciudadanía, la Ley de Dependencia y la Ley contra la Violencia de Género, un frente político-mediático conservador jugó a definir una especie de universo paralelo: el nuevo presidente estaba cerrando un pacto político con ETA para crear una confederación vasco-navarra, que se uniría a la catalana y a las demás en una especie de nuevo proyecto territorial centrífugo. El momento clave para decidirlo habría sido poco antes del 11-M, con el antecedente de Carod Rovira en Perpignan. Todo encajaba.

Más preocupados por los simulacros del contrario que por los deberes pendientes –reforma fiscal, nuevo modelo productivo, etc.-, los dirigentes socialistas canalizaron en el Parlamento las propuestas amarillas de diarios, emisoras y el Partido Popular para erigirse como poco menos que los garantes de la legalidad constitucional: el Gobierno se mostraba rodeado por EL MUNDO, la Iglesia, el Foro de la Familia, Rosa Díez, Rajoy, Acebes, Zaplana, Alcaraz... Y es cierto que sin esta execrable ofensiva, la primera legislatura socialista hubiese sido más brillante. Los neoconservadores, sin quererlo, favorecieron una segunda victoria del PSOE en 2008, a costa del hundimiento de Izquierda Unida y la consolidación de un bipartidismo férreo.

Fue cuando la crisis se hizo real. Y el PSOE descubrió que la era posmoderna tenía dos caras: frente a lo difuso, a lo líquido, a la libertad arriesgada de los nuevos tiempos, se encontraba una nueva vuelta de tuerca del capitalismo: la fluidez cultural y social coincidía con una economía de flujos financieros y burbujas explosivas que ahora necesitaba de la economía real para ser rescatada. Y comenzaron los secuestros.

Si bien con las restricciones globales a las que estaba sometido el Ejecutivo no se podía esperar gran cosa en materia de política anticíclica, sí es reprochable en cambio su manifiesto desconocimiento de la Economía: Zapatero pasó de exhibir un discurso keynesiano moderado a una acendrada tendencia neoliberal y deflacionista; el líder del PSOE parecía estar aprendiendo esta ciencia social de un día para otro, expresándose en un breve plazo de tiempo con el mismo convencimiento acerca de verdades antagónicas y sin llegar  a profundizar en ninguna de estas. Del "Plan E" pasamos al "saneamiento" de la economía, a las "reformas" y al camino hacia una especie de modelo alemán sureño –reforma laboral, pensiones, negociación colectiva, salarios, etc.-. Todo esto, al ritmo de la ansiedad bursátil y de los golpes de Estado financieros que muchos dirigentes del partido terminaron por considerar legítimos.

La sensación de orfandad política de muchos de sus votantes se ha vuelto a confirmar con la innecesaria intervención en Libia, que borra la marca principal con la que Rodríguez Zapatero se había presentado a las elecciones de 2004. Con esta recta final, los miembros de una generación que hace siete años soñaba con que cambiar las cosas era posible nos hemos hecho mayores y, por tanto, mucho más cínicos.

La era Zapatero se cierra con la confirmación de que vivimos bajo un gobierno global de coalición constituido por la maximización de la economía financiera y el espectáculo de la imagen fija y en movimiento; bajo un orden económico-social ingobernable ya desde el Estado y sometido  a empresas gigantes e instituciones que no hemos elegido los ciudadanos; en un panorama gris, particularmente oscuro en el caso español, una nación que no termina de despegar, hipotecada, nunca mejor dicho, por una economía primitiva de ladrillo y hostelería de saldo. ¿Tiene la culpa el presidente? El Partido Popular quiere hacernos creer que sí. Ojalá tuvieran razón: lo suyo es solo cuestión de votos.

Quizá el mejor legado de José Luis Rodríguez Zapatero sea el de hacernos menos ingenuos y algo más críticos: la realidad actual es tremendamente compleja y requiere de nuevas instituciones internacionales que estén a la altura. ¿Servirá lo vivido para la creación de nuevos y sólidos movimientos sociales, junto con un nuevo partido progresista a la izquierda del PSOE o será, en cambio, la tumba durante décadas del pensamiento de izquierda? Tendremos que esperar un año o más para saberlo. Como dijo Theodor W. Adorno en una lapidaria frase, "lo que es no puede seguir siendo".

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