Al sur a la izquierda

La diligencia hacia el abismo

Ahora sí se ve el abismo. Ahora sí se distinguen nítidamente los cortantes arrecifes a nuestros pies. Entre nosotros y la profunda sima que se abre allá abajo no hay ninguna barandilla protectora. Creíamos que Europa, Bruselas, Francia, Alemania o el Banco Central Europeo lo eran, pero no es verdad que lo sean. Estamos de pie, sin protección, a merced de los huracanados vientos financieros que soplan sobre nuestras espaldas. Estamos paralizados sobre los acantilados del miedo, inermes, a la espera del último empujón que ha de precipitarnos al vacío, como aquel personaje de Pessoa que consideraba esta vida como una posada en la cual los viajeros se limitaban a esperar la diligencia que había de conducirlos al abismo.  Nuestra diligencia con destino al abismo parece vislumbrarse ya en el horizonte, cada vez más próxima y amenazadora.

Necesitamos una barandilla protectora, precisamos ayuda con absoluta urgencia, pero esa ayuda no llega. Tal vez no llega porque quienes pueden prestárnosla temen que si lo hacen podemos arrastrarlos al abismo con nosotros; tal vez porque piensan que merecemos caer en él para así pagar de una vez por todas nuestros muchos pecados. Tal vez por ambas cosas. Pero lo cierto es algo no ha funcionado en este euro que nos hizo tan pródigos, tan confiados y tan seguros de nosotros mismos. Lo cierto es que cuando todos los gobiernos del sur, sean del color político que sean, han sido tan torpes e ineficientes todos al mismo tiempo y cuando todos los gobiernos del norte, sean del color político que sean, han sido tan hábiles y eficientes todos al mismo tiempo tal vez el problema no sea de los gobiernos mismos, sino del propio diseño del edifico europeo, cuyas nobles maderas exteriores ocultaban peligrosas grietas en su estructura.

Pero a estas alturas nada de eso parece importar. La diligencia hacia el abismo se aproxima cada hora a nosotros y nadie parece dispuesto a detenerla. O al menos a intentarlo. Este artículo no es propiamente un artículo. Es más bien un responso, una oración fúnebre que en realidad no va dirigida a ningún dios porque demasiado bien sabemos que no hay dios alguno al que dirigirle esta clase de plegarias. Mal día para escribir artículos. Mal día para dejar de fumar. Mal día para conservar la esperanza. Mal día para pensar en el mañana. Al Gobierno le ha entrado el pánico y al país también. Ambos están paralizados por la pavorosa certidumbre de que no tienen fuerzas para salvarse por sí solos ni tienen a nadie a quien acudir para que les ayude a escapar del peligro. Como diría y de hecho dijo el desconsolado Vallejo: "Si España cae, digo, es un decir... ¡cómo va a castigar el año al mes, cómo van a quedarse en diez los dientes, en palote el diptongo, la medalla en llanto!".

Mientras tanto, la diligencia se aproxima veloz y sigilosa. Ya se acerca. ¡Ya se acerca! Ya se divisa el poderoso tronco de caballos negros que la arrastra. Ya relucen las maderas funerales de su caja. Lo único que no vemos, ni nunca veremos, es a aquel que la conduce, pues lo propio de esta diligencia, como lo propio de aquella otra de Pessoa, es que no es gobernada por nadie. Un conductor invisible se sienta en lo alto del carruaje. Ni siquiera va a quedarnos ese alivio último de poder ponerle cara y nombre y apellidos al fantasmal cochero que inexorablemente va a llevarnos al abismo.

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