Al sur a la izquierda

El fútbol es de mentira y la política es de verdad

Por primera vez no en la historia pero sí en varios decenios un número significativo de seguidores del Real Madrid y del Barcelona FC querrán que hoy su equipo gane por razones políticas. El partido de esta tarde en el Camp Nou tiene algo de regreso al pasado, a los casposos años sesenta en que los niños de derechas queríamos que España goleara a Rusia y, sobre todo, a Gran Bretaña no por razones futbolísticas, sino patrióticas. Este gol de Marcelino, a cuenta del oro de Moscú. Y este otro de Zarra, a cuenta de Gibraltar.

A los listos de la dictadura de Franco, como a los listos de todas las dictaduras, les gustaba mezclar fútbol y política, y tenían sus buenas razones para hacerlo puesto que el régimen obtenía excelentes réditos de esa combinación y además no corría ningún riesgo por practicarla. A los tontos de la democracia les está dando por lo mismo, sin que parezcan advertir los riesgos de alentar una combinación que si en una dictadura resulta vil pero inocua, en una democracia resulta igualmente vil pero altamente tóxica.

Mezclar la política y el fútbol es mezclar la realidad y la ficción. Es no saber esta obviedad: que la política es de verdad y el fútbol es de mentira. La gente se enfada y hasta llega a matarse por la política, pero rara vez se enfada y prácticamente nunca llega a matarse por el fútbol, un motivo por el que rompen amistades o incluso llegan a las manos sólo los más cerriles. Pues bien: mezclar fútbol y política equivale al triunfo del criterio de los más cerriles.

Sobre este asunto ya he sostenido alguna vez que el fútbol es de mentira aunque las emociones que ofrezca sean de verdad; que es de mentira en el mismo sentido en que lo es una novela, una película o una partida de cartas sin dinero: un artefacto que nos divierte, nos entretiene, nos estremece, nos abate, nos hace dichosos, nos enseña la importancia de la concentración, del azar, del carácter o del talento o incluso nos ilustra sobre cuestiones tan trascendentales como la ética, que es lo que le ocurría a Camus con el fútbol.

Pues bien, el despliegue de esta noche de un mosaico de 98.000 cartulinas para configurar una senyera de 360 grados es un error. Un inmenso error que fácilmente puede acabar animando a los más tontos del otro bando a idear algo parecido en cualquier momento en que el Barcelona acuda a otros campos. Un error que calentará innecesariamente los ánimos políticos de unos y otros. Aclaremos algo: el independentismo catalán es perfectamente legítimo y tiene perfecto derecho a hacer lo que está haciendo en el terreno de juego de la política: intentar que su ideario congregue en Cataluña el número suficiente de simpatías y de votos para hacerse realidad. Aún no los ha congregado, pero está en ello. Y lo mismo ocurre con los que apuestan por la autonomía o cualquier otra forma de federalismo. Pero ni unos ni otros tienen derecho a llevar esas legítimas batallas a los campos de fútbol, porque hacerlo es jugar con fuego, es manipular un ampolla de nitroglicerina a las puertas de una guardería, es adentrarse en un camino que fácilmente puede no tener vuelta atrás.

Ya lo he escrito alguna vez y lo repito: el fútbol no debe mezclarse con la política y no ya por los muchos apuros en que esa confusión pone a los jugadores, sino porque cada vez que lo hace ambos salen perdiendo: el fútbol porque se envenena y la política porque se trivializa; el fútbol porque, siendo como es de mentira, comienza entonces a ser peligrosamente de verdad, y eso es malo; y la política porque, siendo como es de verdad, comienza entonces a ser peligrosamente de mentira, y eso es todavía peor.

 

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