Al sur a la izquierda

Culpables, no culpables e inocentes

¿Hasta dónde debe llegar, por parte de la comisión parlamentaria de investigación, la atribución de responsabilidades políticas en el escándalo de los ERE? Esa es la pregunta que tiene que contestar esta semana el grupo de trabajo que preside Ignacio García (IU), cuyo grupo hizo posible la creación misma de la comisión al incluirla como condición necesaria para entrar en el Gobierno de José Antonio Griñán.

Las posiciones previas del Partido Socialista y el Partido Popular en materia de responsabilidades políticas son conocidas: el PP las quiere todas y el PSOE no quiere ninguna. Ambos, cómo no, se quejarían de este dictamen por excesivamente sumario. Hombre, dirá el PP, no es verdad que queramos exigir responsabilidades políticas a todo el mundo: nos conformamos con exigirlas a los presidentes Chaves y Griñán, a un puñado de sus consejeros y viceconsejeros de los últimos veinte años, a unos cuantos directores generales, a los dirigentes orgánicos del partido y poco más; por supuesto, en ningún caso, y eso querrían dejarlo muy claro los dirigentes del PP, en ningún caso pretenden culpar políticamente del caso de los ERE al toro que mató a Manolete, pues siendo, como en verdad lo es, un interesante indicio el hecho de que el suceso ocurriera en misma provincia de la que es natural el exconsejero Gaspar Zarrías, ello no es motivo suficiente para implicar en el escándalo al susodicho toro, de cuya militancia socialista no se tiene, además, constancia documental alguna.

En cuanto al Partido Socialista, su pretensión es que las responsabilidades políticas se ciñan al director general de Trabajo, Francisco Javier Guerrero, y poco más. Tal vez algún delegado de Empleo, algún alcalde, algún chófer y poco más. De incluir a los consejeros de Trabajo Viera y Fernández por supuesto que nada de nada, ¡faltaría más!, una cosa es ser demócrata y de izquierdas y otra ser tonto y hacerse el haraquiri. El PSOE parece pensar que las responsabilidades políticas, como todo en esta vida, dentro de un orden. No advierten los socialistas que es precisamente ese empeño suyo de hacerlo todo dentro de un orden es que está siendo su perdición.

Ha dicho esta semana el expresidente Chaves que el PSOE actuó correctamente, primero denunciado el caso ante la fiscalía y más tarde colaborando con la justicia y el Parlamento.  Lo que dice Chaves es cierto, pero es que lo que está verdaderamente en cuestión no es lo que hizo la Junta de Andalucía después de destaparse el caso, sino lo que hizo antes. Y lo que hizo antes fue repartir cientos de millones de euros en prejubilaciones y ayudas a empresas sin un procedimiento medianamente reglado y con una discrecionalidad tal que resulta imposible diferenciarla de la mera arbitrariedad. Tal vez no se implantó ese procedimiento para hacer posible la arbitrariedad, pero sin ese procedimiento no hubiera sido posible dicha arbitrariedad: una arbitrariedad tal que resulta imposible diferenciarla del clientelismo y la corrupción.

La decisión final está en manos de IU, que tal vez no tiene indicios concluyentes de la responsabilidad política de Manuel Chaves o José Antonio Griñán, pero que desde luego sí los tiene de la de los exconsejeros de Trabajo José Antonio Viera y Antonio Fernández, pues todo lo ocurrido, que es políticamente gravísimo, sucedió dentro de la consejería que ellos dirigían: si no lo sabían, malo y si lo sabían, peor. El PSOE, a su vez, no puede no aceptar un dictamen que incluya a Viera y Fernández. Ambos son la moneda de cambio que tiene IU para no condenar a Chaves y Griñán, cuya responsabilidad es mucho más difusa y difícil de demostrar que la de los titulares del departamento de Trabajo.

De Viera y Fernández puede decirse que, por acción u omisión, son políticamente culpables. De Chaves y Griñán no puede decirse que sean culpables, pero tampoco estamos completamente seguros de que sean inocentes, en cuyo caso lo más justo sería un dictamen de no culpables, entendiendo la figura como lo hace no el procedimiento penal español, sino el norteamericano, cuyos tribunales califican de no culpable a un procesado no cuando es inequívocamente inocente, sino cuando no es posible demostrar que sea culpable.

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