Los anteriores consejeros de Bankia y de su matriz, BFA, desfilarán por la Audiencia Nacional entre el 5 de noviembre y el 20 de diciembre para declarar ante el juez que instruye la demanda presentada por UPyD en calidad de imputados. El último en hacerlo será Rodrigo Rato, a quien se acusa –igual que a sus 32 compañeros– de delitos tan graves como estafa, administración desleal, apropiación indebida, falsificación de cuentas y maquinación para alterar el precio de las cosas. En el procedimiento están incursos dirigentes políticos, de la patronal y de los sindicatos, vinculados a la administración de Bankia hasta su nacionalización el 9 de mayo de este mismo año, y aún después en algún caso. Curiosamente, no han sido imputados ni Miguel Ángel Fernández Ordóñez ni Julio Segura, pese a ser los máximos responsables de los órganos reguladores (Banco de España y CNMV) cuando se produjeron los hechos. Ambos tendrán que dar al juez su versión de aquel gran fiasco, que ha costado ya al erario público 24.000 millones de euros y se ha comido buena parte de los ahorros de 347.000 pequeños inversores; pero –al menos de momento– sólo comparecerán como testigos.
Una crisis –dicho sea de paso– de la que Rato será inevitablemente un símbolo a pesar de que, cuando llegó a la presidencia de Caja Madrid por expreso deseo de Mariano Rajoy, hacía ya meses que se había desencadenado. El tiempo se ha encargado de demostrar que aquello fue un regalo envenenado, de cuya aceptación puede que Rato nunca se arrepienta bastante. Por el contrario, debe de ir riéndose por las esquinas el hombre para quien Esperanza Aguirre tenía reservado el cargo: su mano derecha, Ignacio González, hoy flamante presidente de la Comunidad de Madrid, que fue vetado por Rajoy y que, a la postre, ha salido ganando con el cambio. Haberse prestado entonces a los manejos del presidente PP puede acabar costándole muy caro a Rato, para el que no será fácil convencer al juez de que el auditor le engañó o de que sacó Bankia a Bolsa deprisa y corriendo por imperativo del Banco de España, como sostuvo ante la comisión de investigación parlamentaria. Porque, si no estaba de acuerdo, si le parecía que era una temeridad o un engaño, siempre le quedaba la posibilidad –que no usó– de haberse marchado.
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