Aquí no se fía

El rey no es un contribuyente cualquiera

Las recientes revelaciones sobre el montante de su herencia han hecho trizas el cuento de que don Juan de Borbón vivió casi en la indigencia, mantenido por la generosidad de un puñado de rumbosos militantes de la causa monárquica. Aunque quienes acudían en peregrinación a Estoril se hacían lenguas luego de la austeridad que reinaba en la residencia ducal de Villa Giralda, otros testigos directos han dejado testimonio escrito de sus gustos caros y de su inmoderada afición a las parrandas. Nada tiene de particular que así fuera porque don Juan, al fin y al cabo, petenecía a una dinastía muy dada al derroche y a la juerga, como él mismo había podido comprobar durante los años que compartió con su augusto padre, el destronado Alfonso XIII, en su exilio dorado de Roma.

Allí, entregados unas veces a la conspiración y las más a la holganza, ambos pusieron cuanto estuvo de su parte para dilapidar la nada despreciable fortuna que hizo la Familia Real mientras permaneció en España. Se calcula que, de los 8.000 millones de pesetas al cambio de hoy que logró mantener bajo su control al proclamarse la Segunda República, cuando murió Alfonso XIII, el 28 de febrero de 1941, sólo quedaba una tercera parte. Como jefe de la Casa Real y heredero de la Corona tras las sucesivas renuncias de sus dos hermanos mayores, a don Juan le correspondió la mitad de ese sobrante, que le dio para vivir con holgura, acrecentado por donaciones, por el producto de algunas inversiones y por la venta de propiedades inmobiliarias como el palacio de la Magdalena.

Según se ha sabido ahora, de ese dinero salió también la herencia que dejó en 1993 a sus tres hijos: las infantas Pilar y Margarita y el único varón vivo, Juan Carlos, que para entonces llevaba ya dieciocho años sentado en el trono de España. El rey percibió unos 375 millones de pesetas de la época, que estaban depositados en varias cuentas de la banca suiza, cuyos fondos no hay constancia ninguna de que posteriormente fueran repatriados. Lo que no deja de ser paradójico tratándose de una familia a la que se le llena la boca cuando habla de la patria, pero que a la hora de la verdad prefiere tener sus ahorros fuera por si acaso. ¿Qué pensarán, al saber esto, los inversores extranjeros que han arriesgado sus capitales en nuestro país creyendo en la sinceridad de las palabras con las que conseguía atraerlos don Juan Carlos?

La oposición ha pedido información al Gobierno sobre el cumplimento de las obligaciones tributarias derivadas del cobro de la herencia del conde de Barcelona, y el PP -como era de esperar- se ha limitado a darle largas. Su portavoz en el Congreso, Antonio Alonso, ha recordado que, en todo caso, esas obligaciones prescribieron hace tiempo y el secretario de Estado de Hacienda, Miguel Ferré, se ha amparado en que la información solicitada se encuentra protegida por el deber de secreto. Que la tributación de la herencia de don Juan ha prescrito parece evidente, pero el rey no puede ser tratado como un contribuyente normal y corriente, porque a la institución que encabeza, además de legalidad, hay que exigirle ejemplaridad. Y, hasta que se nos demuestre lo contrario, tenemos derecho a pensar que, en este caso, la ejemplaridad también ha brillado por su ausencia.

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