Aquí no se fía

Poca recuperación y muchos sinvergüenzas

La encuesta que el Centro Investigaciones Sociológicas (CIS) hará pública la semana próxima promete emociones fuertes. De ser ciertos los datos filtrados en las últimas horas, Podemos se habría convertido en la primera fuerza por intención directa de voto; es decir, antes de que los resultados de la encuesta pasen por lo que en el argot demoscópico se llama la cocina. Para los dos grandes partidos sería un auténtico cataclismo, que dejaría en evidencia la torpeza de sus políticas. Desde el toque de atención de las elecciones europeas, ni el PP ni el PSOE han sido capaces de articular un discurso susceptible de contener el empuje del movimiento liderado por Pablo Iglesias. Antes al contrario, ambos se han mantenido a la defensiva y han creído que podían contrarrestar la pulsión de cambio que encarna Podemos con una descalificación genérica del "populismo" que supuestamente impregna sus propuestas.

Si en el caso de los socialistas puede esgrimirse como atenuante que la renovación de su cúpula -con Pedro Sánchez al frente- está todavía en plena fase de maduración, la pésima reacción del PP se entiende peor, pues tiene una dirección experimentada y el control de la poderosa maquinaria del Estado. Es verdad que sobre el partido están cayendo chuzos de punta a cuenta de la corrupción; pero no es menos cierto que una actitud de mayor firmeza contra los implicados podría haberle granjeado quizás cierta comprensión de los ciudadanos. Los máximos dirigentes del PP, en cambio, han optado por enrocarse, cuando no por negar la evidencia, hasta el punto de llamar "algunas cosas" a la sucesión de escándalos que vivimos en las últimas semanas, como no tuvo empacho en hacer recientemente el propio Mariano Rajoy, sin importarle el grave insulto que eso suponía para nuestra inteligencia.

Comportamientos como el suyo frente a la corrupción han terminado por minar la ya deteriorada credibilidad de un presidente del Gobierno que ha incumplido una tras otra sus principales promesas electorales hasta sumir en la más honda decepción a centenares de miles de españoles que en noviembre de 2011 le concedieron su voto. Las actitudes de Rajoy ante el reto soberanista, ante el fin de ETA o ante el aborto han irritado profundamente a amplios sectores de la derecha social y mediática, mientras él se empeñaba en vender una eficacia económica que sus antiguos partidarios tampoco ven por ninguna parte. Porque hay grandes cifras que apuntan una relativa mejora de la situación, pero la inmensa mayoría de las familias no acaban de percibirla, pese a los incontables sacrificios que se les han exigido desde que estalló la crisis, especialmente duros tras la llegada al poder del PP.

Por eso el discurso de la recuperación ha encallado frente a una realidad tozuda a la que cada día resulta más difícil sobrevivir, salvo aquellos pocos afortunados que ya levantan cabeza. Los trabajadores ganan menos en general, el empleo es más inestable, pagamos mayores impuestos, los servicios públicos son de peor calidad por culpa de los recortes... y, para colmo, tenemos la deuda más alta de toda nuestra historia: un billón de euros, el triple que antes de que la economía empezase a caer en picado. Pues bien, aun así, Rajoy, su Gobierno y la dirección del PP siguen empeñados en hacernos creer que las cosas están mejor, que vamos por el buen camino y que eso es lo importante, no la creciente podredumbre que les rodea. Como si el país estuviera en las nubes y no supiera lo que ocurre de verdad: que la gente lo sigue pasando muy mal, mientras campan a sus anchas un montón de sinvergüenzas.
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