Aquí no se fía

La antidemocrática asignación tributaria

El uso que el Estado hace del dinero de los contribuyentes se decide cada año en las Cortes con ocasión del debate presupuestario. Todos los grupos políticos presentes en el Congreso y en el Senado tienen entonces la oportunidad de defender sus propuestas. Luego se vota, y prosperan aquellas que obtienen un respaldo mayoritario. El dinero que se destina a enseñanza, a sanidad, a cooperación, a seguridad, a defensa..., guste o no guste, tiene, por tanto, una indudable legitimidad democrática.

Hay una partida, empero, cuya dotación anual escapa a la decisión de los representantes legales de los ciudadanos. Me refiero a los fondos que el Estado transfiere a la Iglesia católica para su sostenimiento. No el que recibe como contraprestación a su labor educativa o asistencial, que se canaliza a través de conciertos. Ni el que le ayuda en su acción solidaria, que va de forma directa a Cáritas. Lo que no depende de la voluntad del parlamento es el importe de la llamada asignación tributaria.

En su regulación actual, fue un invento de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, para dar la falsa impresión de que la financiación pública de la Iglesia no recaía sobre los hombros de todos. El mecanismo es muy conocido: quienes así lo desean, pueden marcar una equis en el apartado correspondiente de la declaración de la renta. Eso significa que accede a que un 0,7% de su cuota líquida del IRPF sea transferido a la jerarquía eclesiástica, pero sin pagar ni un euro de más.

¿De dónde sale entonces ese dinero? Pues del bolsillo de todos los contribuyentes, sean católicos o no; con la particularidad de que su cuantía la deciden sólo unos pocos. Según los datos que maneja la Conferencia Episcopal, cada año marcan la equis unos siete millones y medio de declarantes, que equivalen al 35% del total. El otro 65% no lo hace; pero, pese a ser un porcentaje mucho mayor, su opinión es irrelevante, porque en esta materia no rige el principio democrático que inspira al resto de los presupuestos.

La cuantía de la asignación tributaria, en consecuencia, la determina una minoría, en contra la opción mayoritaria y, encima, la tenemos que sufragar entre todos. Son unos 250 millones de euros al año, de los que apenas el 2% va a obras caritativas. El grueso de ese importe sirve para costear la actividad pastoral de las diócesis, la Seguridad Social del clero y el sueldo de los obispos, entre otras cosas. Es decir, para cubrir los gastos de funcionamiento de una organización que deberían mantener en exclusiva sus fieles.

Nadie más disfruta de semejante privilegio. Las subvenciones a los sindicatos, por ejemplo, no las deciden sus militantes. Tampoco las que terminan en las manos de los productores de cine o de los clubes deportivos están al albur de las preferencias de los aficionados. Todas ellas requieren el visto bueno previo de las Cortes, año a año. La asignación tributaria, no. Ésa, pese a vivir en un Estado a confesional, la determina únicamente la santa voluntad de los creyentes.

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