Aquí no se fía

La CEOE de Arturo Fernández y Díaz Ferrán

Los empresarios decentes –que los hay y muchos– no se merecían que los representara un tipo como Gerardo Díaz Ferrán, que acabó dando con sus huesos en prisión por delitos tan graves como insolvencia punible, alzamiento de bienes y estafa. Sin embargo, la cúpula de CEOE le dio amparo durante meses, pese a los abrumadores indicios existentes sobre su irregular gestión del otrora poderoso grupo Marsans, del que eran los principales propietarios él y su ya fallecido socio Gonzalo Pascual. Tanto el Comité Ejecutivo como la Junta Directiva dejaron que el asunto se pudriera, no sin antes hacer reiteradas manifestaciones de adhesión inquebrantable; hasta que el ambiente fue tan irrespirable que los vicepresidentes decidieron promover una revuelta palaciega para echarle. Aun así, Díaz Ferrán, en vez de coger la puerta inmediatamente, optó por convocar unas elecciones anticipadas, a las que incluso llegó a barajar la posibilidad de presentarse, como si el daño que su conducta había causado a la CEOE pudiera repararse en las urnas.

 
Aquel lamentable episodio hizo mella en la imagen de la patronal, que perdió crédito a chorros, no sólo ante la opinión pública, sino también ante sus propios asociados, muchos de los cuales echaron en falta una actuación más expeditiva contra Díaz Ferrán. Hubo dirigentes de CEOE que intentaron justificar lo injustificable alegando que su presidente encarnaba entonces mejor que nunca a los empresarios españoles, al sufrir los mismos problemas que cualquiera de ellos en medio de una atroz crisis económica. Y, en efecto, era así, sólo que la mayoría –no todos, pero sí la mayoría– prefiere afrontarlos de otra manera, sin acudir al censurable recurso de dejar en la estacada a su personal, quedarse con el dinero de sus clientes y dar esquinazo a sus acreedores. Comportamientos, por cierto, que pueden mantener a Díaz Ferrán y a sus compinches durante una buena temporada en la cárcel, si finalmente la Justicia los considera culpables, como todo parece apuntar.

 
Pues bien, CEOE no ha debido de aprender la lección, a la vista de la reacción que ha tenido tras conocerse las supuestas fechorías cometidas por uno de sus vicepresidentes, líder también de la patronal madrileña CEIM. Arturo Fernández, dueño del grupo hostelero Cantoblanco, tiene por costumbre abonar en negro parte de la retribución de sus trabajadores, según informaciones periodísticas conocidas a principios de semana. Aunque esta especie de émulo de Luis Bárcenas lo ha negado, los testimonios en sentido contrario son tan abundantes que cada día que pasa resulta más difícil concederle el beneficio de la duda a Arturo Fernández. Entre otras cosas porque se trata de prácticas relativamente habituales en el sector, lo que no les resta ni un ápice de gravedad, por más que ahora haya quien pretenda restarles importancia. A fin de cuentas, el pago en B supone un perjuicio para la Seguridad Social, para las arcas de Hacienda y, por supuesto, para el trabajador, que raramente tiene margen de maniobra para negarse, pese a la merma que eso supone en sus bases de cotización.

 

Ante las denuncias contra Arturo Fernández, los órganos de dirección de CEOE, en su reunión del miércoles, volvieron a elegir la estrategia del avestruz, desentendiéndose de un asunto muy turbio, a la espera de que el propio afectado decida hacer mutis por el foro. Es verdad que el clima no fue tan comprensivo como cuando las cuitas de Díaz Ferrán empezaron a salir a la luz; pero también es cierto que, siguiendo su inveterada costumbre, nadie se permitió formular –al menos de puertas afuera– ni el más mínimo reproche. Sólo Confebask se saltó la norma en un comunicado que emitió ayer solicitando la dimisión. Al silencio de CEOE probablemente haya contribuido, además, el hecho de que Arturo Fernández mantiene estrechos vínculos con el poder político y, en especial, con la Comunidad de Madrid, de cuya anterior presidenta, Esperanza Aguirre, era empresario de cámara. El grupo Cantoblanco, por otra parte, se nutre en buena medida de contratos con la Administración, como el que le permite explotar los restaurantes del Congreso de los Diputados, del Teatro Real o de la Asamblea de Madrid.

 
Esa circunstancia hace más deplorable –si cabe– su conducta, especialmente si se demuestra que el pago en dinero negro se producía también ahí, lo que supondría un abuso de confianza en toda regla y debería tener consecuencias inmediatas.

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