Aquí no se fía

No más hachazos a las pensiones

Lo que cotizamos los trabajadores no cubre nuestras futuras pensiones, sino que sirve para sufragar las actuales, porque el sistema público español ha sido históricamente de reparto y no de capitalización. En condiciones normales, ese dinero sería suficiente, pero desde 2012 no lo es, y de ahí que el Gobierno haya echado mano del Fondo de Reserva de la Seguridad Social hasta dejarlo temblando. Hoy ya sólo queda en la hucha de las pensiones apenas para ir tirando un año más, a no ser que los grupos políticos adopten de forma urgente medidas capaces de garantizar una jubilación digna a quienes concluyen su vida laboral.

El recurso más socorrido, el que se utiliza cada vez que la Seguridad Social tiene problemas para cuadrar sus cuentas, es recortar las prestaciones; a veces, a hachazo limpio y otras por el más sutil procedimiento de frenar su actualización, con la consiguiente pérdida del poder adquisitivo de los beneficiarios. Así se hizo, por última vez, poco después de que Mariano Rajoy llegara a la Moncloa tras obtener una holgada mayoría absoluta en las elecciones de noviembre de 2011; de modo que hoy, por la aplicación del llamado factor de sostenibilidad, las pensiones están congeladas de facto y su perspectiva de recuperar el terreno perdido es prácticamente nula.

Que se tire de tijeras para recuperar el equilibrio financiero de la Seguridad Social resulta, sin embargo, paradójico, toda vez que su principal problema proviene del lado de los ingresos y no del lado de los gastos. La persistencia de una alta tasa de paro, la creciente precariedad de los contratos de trabajo y las bonificaciones concedidas a los empresarios han hecho que las cotizaciones nos crezcan lo suficiente para costear las pensiones, a pesar de que éstas son, por término general, muy modestas; tan modestas que cuatro de cada diez se sitúan por debajo del salario mínimo interprofesional (casi siete de cada diez en el caso sangrante de las mujeres).

Cambiar la política de empleo es, en consecuencia, absolutamente fundamental, porque la temporalidad y los bajos salarios que caracterizan hoy por hoy al mercado laboral son incompatibles con nuestro sistema de pensiones. Tampoco ayuda que la Seguridad Social deba soportar el coste de las medidas de fomento de la contratación, ni de las prestaciones que responden al principio de solidaridad, que deberían correr por cuenta de los Presupuestos Generales del Estado, aunque para ello sea inevitable renunciar a parte del gasto público no vinculado a servicios esenciales y/o subir los impuestos.

Lo que parece una broma macabra es predicar que los trabajadores contraten planes de pensiones, cuando muchos de ellos ni siquiera llegan a final de mes. Una opción que, de momento, sólo se ha revelado rentable para las instituciones financieras, que gracias a ella se embolsan pingües comisiones y tienen cautivos decenas de miles de millones de euros. Los chilenos pueden dar testimonio de los catastróficos efectos de la privatización de las pensiones impuesta por la dictadura de Pinochet: a la mitad de los que se jubilan hoy, después de haber cotizado entre 25 y 33 años, les queda sólo un 21% de su último sueldo.

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