Aquí no se fía

La gran farsa de la privatización sanitaria

Después de varios meses de intenso tira y afloja con los profesionales y de multitudinarias protestas ciudadanas, el Gobierno presidido por Ignacio González ha puesto en marcha el proceso que culminará -previsiblemente después del verano- con la privatización de otros seis hospitales de la Comunidad de Madrid. El Infanta Cristina, de Parla, el Infanta Sofía, de San Sebastián de los Reyes, el Infanta Leonor, de Vallecas, el Hospital del Henares, de Coslada, el Hospital del Tajo, de Aranjuez, y el Hospital del Sureste, de Arganda, serán gestionados a partir de entonces por empresas particulares, en vez de por la Administración. A cambio, las adjudicatarias deben comprometerse a mantener la calidad asistencial y a no reducir las actuales plantillas, formadas por unos 5.200 trabajadores, aunque el personal interino y eventual pasará a estar en su nómina.

Con ello, el Gobierno regional asegura que se ahorrará unos 145 millones al año, ya que las empresas gestoras percibirán 480,2 euros de media por paciente, frente los 607,75 que hoy en día cuestan al erario público, según sus cálculos. Cómo se va a dar el mismo servicio al millón largo de ciudadanos dependientes de los seis hospitales, con un 20% menos de presupuesto, es algo que nadie se ha molestado todavía en explicar detalladamente. Sobre todo teniendo en cuenta que la privatización introduce un elemento hasta ahora ausente de las cuentas de los centros: el beneficio económico que en pura lógica buscarán sus nuevos responsables. Para eso y no para otra cosa van a meter a cabeza en un atractivo negocio que han creado a su medida y que moverá la nada despreciable cifra de 500 millones de euros anuales.

El consejero de Sanidad, Javier Fernández-Lasquetty, sí ha apuntado que las adjudicatarias podrían optimizar sus costes mediante una mejor gestión del personal y una centralización de las compras, que ahora, a lo que se ve, cada hospital realiza por su cuenta. Lo que resulta difícil de entender es qué necesidad hay de privatizar la gestión para conseguir cualquiera de esas dos cosas; más aún cuando el PP disfruta de mayoría absoluta en la Asamblea de Madrid y en el Parlamento nacional, y está en condiciones, por tanto, de remover los obstáculos legales que se lo impidan. Cosa distinta es que no sean capaces o no les dé la gana hacerlo, lo que dejaría de manifiesto su inutilidad o la existencia de razones que no se atreven a confesar a los ciudadanos. Una de ellas sería la creencia en una supuesta inferioridad de lo público frente a lo privado, todavía por demostrar, al menos en el ámbito sanitario. Y la otra, las perspectivas personales que este proceso abre para los propios políticos.

No se trata de una maliciosa suposición: los dos antecesores de Fernández-Lasquetty acabaron recalando en sociedades beneficiarias de decisiones que tomaron mientras ocupaban el cargo. Juan José Güemes fue nombrado consejero de Unilabs, concesionaria de los análisis clínicos que él privatizó, y tuvo que dimitir a principios de este año en medio de una monumental escándalo. Manuel Lamela, tristemente célebre por su lamentable participación en el caso de la sedación de enfermos términales en el Severo Ochoa, de Leganés, trabaja para Assignia Infraestructuras, la empresa que gestiona todos los servicios no asistenciales del hospital de Aranjuez. Con estos precedentes, los ciudadanos tienen derecho a dudar de la rectitud de intenciones de los adalides de la privatización y a sospechar que las motivaciones económicas no son más que una gran farsa.

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