Puntadas sin hilo

La desobediencia civil

Pero ¿por qué hay que obedecer si, en potencia, todos somos desobedientes? ¿Por qué hay que sujetarse desde que nacemos a ese inicuo contrato social que no firmamos ni rubricamos ni mucho menos renovamos? ¿Por qué unos, para impedir, dicen, el caos o lo que llaman anarquía, imponen su ley y sus normas, obstaculizando que las cambiemos? ¿La democracia es solo votar? ¿No quedábamos en que también era disentir? Disentir sin violencia, abstenerse de hacer. ¿Dónde he adquirido yo la obligación de hacer lo que no deseo, sin pisotear la libertad de los demás? Muchos queremos ser clochards de la democracia. Otros quieren defenderse para que no maltraten sus deseos fundamentales, existenciales. ¿Por qué no respetarlos? La lay es la tapa de la alcantarilla de las cloacas sociales. La ley no puede anular conciencias ni ansias. Especialmente cuando son de todo un pueblo. La ley esconde la trampa de que quienes la hicieron ocultan que no permiten que se cambie por las condiciones que exigen. Impedirlo conduce a la violencia. Pero los violentos morales son los que se oponen a la desobediencia. La vida, ni la privada ni la pública, puede estar permanentemente en contra de la libertad. Un contrato social ya superado que viene XVIII o desde una Constitución pierde su legitimidad si se encelan en lo inflexible. La desobediencia es un medio, no un fin. Quienes interpretan y aplican la ley no pueden permanecer ajenos y deben respetar las desobediencias básicas, en lugar de reprimir por sistema. De lo contrario, un país no merece la pena. No deben enconar voluntades armónicas. La felicidad no la da la obediencia, sino la desobediencia. Permitir la desobediencia es lo inteligente y la forma de acabar con el desorden. En la historia de la Humanidad, todo progreso ha comenzado en la desobediencia y la disconformidad. ¿No sostenían los tan admirados pensadores humanistas la desobediencia de las leyes consideradas injustas? ¡Qué tristeza obedecer como borregos! Catalunya no es una rabieta de niños. Castigarlos no dejándoles votar ni dialogando convierte en injusta la ley que permite que no voten. Es posible que todos llevemos dentro un pequeño fascista, pero es seguro que todos llevamos dentro un desobediente civil.

En contra de lo dicho por la Vicepresidenta del Gobierno, España no merece la pena mientras estemos integrados en un sistema en el que la avidez económica de los poderosos lo es todo; mientras la crueldad sea norma; mientras no sea un país serio en sus apartados esenciales, lo político, lo judicial, la solidaridad, el respeto, su renovación constitucional, ni en las formas de Estado, ni en sus libertades, ni en sus estructuras laborales, mientras tengan el cinismo de hablarnos de regeneración democrática los mismos que la han vejado. Nuestra historia es lamentable, nuestro presente un desacierto, nuestro futuro un imposible. Nos engañan diciendo que somos un gran país, pero ser español es muy cansado. Dese luego, esta España no merece la pena. Pero menos si la desobediencia civil, es decir, la rebeldía, no es un hecho trascendente y cotidiano.

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