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El espíritu de la Navidad

Ya está aquí la Navidad y con ella llegan  las cestas de nuevos propósitos. El inglés, la dieta, el tabaco, la guitarra, el Ulises de James Joyce y otras muchas cosas que tenemos pendientes quedarán resueltas el año que viene. Seguimos creyendo que podríamos ser otro distinto del que somos si nos lo proponemos. Tal vez el auténtico espíritu de la Navidad resida en la negación de la evidencia y en mantener ese resorte infantil que da la espalda a la razón y se aferra a la fantasía como sólo lo saben hacer los niños cuando crean mundos disparatados ante una realidad que les amenaza. Se resisten a creer que los Reyes son los padres, porque no quieren vivir en un mundo finito. Quieren convivir con los sueños, con los monstruos, con los cuentos, esos cuentos que usan los mayores para ahogar su llanto, esos cuentos donde habitan seres fantásticos que pueden cambiarlo todo y transformar el entorno en paraíso, el dolor en risa y el abandono en cariño.

A los niños les gusta engañarse y coger la vereda de la ilusión porque no renuncian a la esperanza. Son capaces de ausentarse e inventar mundos donde son felices lejos de la verdad de los mayores, esa verdad que les lleva al conocimiento mientras parece alejarles de la felicidad. Por eso, no me sorprende comprobar, cada vez que llegan estas fechas, que son los niños los que mantienen encendido "el espíritu de la Navidad" y, entre los adultos, aquellos que durante el año parecen distanciarse de la realidad y carecer de conciencia, estos días nos muestran cómo, a pesar de su crueldad característica, son capaces de enternecerse, de viajar a la infancia ante la admiración del Niño Jesús, al que acarician con una mano, mientras sostienen con la otra la fusta que les permite mantenerse erguidos en su montura.

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