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El señor Camps pretende extrapolar su estilo informativo, el que rige la cadena de televisión de la autonomía que preside, al resto del Estado. Para ello pedía la colaboración, una vez más, de la Justicia, en la que tiene, según sus propias palabras, algún que otro amigo del alma. Le gustaría que en el resto de las cadenas de televisión se ocultara el desvío de fondos públicos hacia una trama corrupta cuyo rastro se pierde en paraísos fiscales. El señor Camps no quiere que se hable de estas actividades en sentido peyorativo, prefiere, tal vez, que pensemos que la pasta ha desaparecido por arte de magia, o que se trata de un acto de altruismo: antes de que "se lo lleve" un desconocido, mejor un colega de toda la vida. No le parece apropiado asociar estas prácticas con la palabra "corrupción" y pide "neutralidad" a los medios.

En lugar de dedicarse a legitimar el latrocinio y a encubrir a los malhechores, podría ponerse, alguna vez, en el lugar del sustraído, porque entendería la indignación que sufre quien ve que le roba, precisamente, el que se sienta en un escaño para evitarlo. Esta indignación provoca adjetivaciones poco precisas, y en un esfuerzo de corrección política llama "corrupción" a lo que en su fuero interno entiende como "desvergüenza", "robo", "choriceo", "chulería", "desprecio", "facherío" y un sinfín de expresiones más que cuadran perfectamente con lo que ocurre.
Lo que colma el vaso de la indignación es que estas acciones se perpetran desde el aura de impunidad que otorga el poder de las urnas.

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