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El crepúsculo del cazador

Sentado en la sala de trofeos, rodeado de cabezas perfectamente ordenadas, algunas, espectaculares, piezas únicas, medita el cazador: "Soy víctima del odio, me siento perseguido".

Duda si enviar una carta a Santiago, un pupilo inmaculado y receptivo, para confesarle la soledad del perseguido. Le incomoda sentirse una pieza a batir.

"Todo vale", recuerda haberse dicho en un proceso de autoconvencimiento cuando dudaba si la nobleza debía prevalecer sobre el triunfo. "Todo vale", recuerda haber afirmado cuando sorprendía a algún colaborador cercano mirándole de reojo ante los métodos poco ortodoxos empleados para conseguir cobrar la pieza. "Todo vale", murmuraba entre dientes cuando alguna presa alineaba la mirada con la suya, sorprendida al sentirse acorralada en la trampa.

Ésa es la ventaja del cazador, sabe cómo va a reaccionar el otro, hasta donde está dispuesto a llegar. A partir de ahí comienza el terreno donde los débiles se angustian y a los líderes no les tiembla el pulso. Un terreno que, como la mentira, cuesta abandonar porque procura el éxito. "No hay rosa sin espinas", se decía. Cuando la mira telescópica permitió al cazador matar a distancia, agazapado, se ganó en seguridad, pero dejaron de celebrarse las capturas. La cacería se convirtió en carnicería.

También recordaba cuando ni siquiera asistía a las monterías y esperaba en el sofá a que le trajeran las cabezas en bandeja. "No, no es agradable, con cazadores como yo, ser el objetivo de la montería", reflexionaba.

Al menos, le quedaba la esperanza de que sus perseguidores no fueran tan astutos y respetaran las reglas. Se equivocaba en algo. No todos le odiaban. La mayoría de las setecientas mil víctimas de Irak, ni siquiera le habían visto en fotografía.

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