Buzón de Voz

«La credibilidad, estúpido»

Se trata de uno de esos golpes de ingenio del marketing político que termina convertido en un tópico. Su inventor fue James Carville, jefe de la campaña que llevó a Bill Clinton a la presidencia de Estados Unidos en 1992. Para mantener a su equipo volcado en una estrategia bien definida, Carville colgó un cartel en las oficinas centrales de la candidatura demócrata con tres mensajes escritos: 1: «Cambio versus más de lo mismo»; 2: «La economía, estúpido» y 3: «No olvidar el sistema de salud». Se trataba de un simple recordatorio interno para los colaboradores de Clinton, pero la segunda frase se convirtió pronto en una especie de eslogan no oficial de la campaña que terminó sacando a George Bush padre de la Casa Blanca después de una sola legislatura en el poder. Desde entonces, la ocurrencia ha sido utilizada hasta el hartazgo con mil acepciones. Sin embargo, casi todos los análisis políticos sobre la relación entre situación económica y resultado electoral coinciden en que no se trata de dos factores inevitablemente encadenados.

El Partido Popular descubrió a finales de otoño pasado que los primeros indicios de un cambio de ciclo económico, sumados a la crisis de las hipotecas en Estados Unidos y el estallido de la burbuja de la construcción en España, podían servir para recuperar la estrategia de «la economía, estúpido». En política se copia tanto o más que en periodismo. Los asesores de Rajoy, que han fusilado sin pudor propuestas, mensajes y hasta vídeos de las campañas de Sarkozy o de los últimos candidatos de la derecha de Guatemala y México, necesitaban un hilo argumental que permitiera instalar también entre la ciudadanía la primera frase de la pizarra de Carville, o sea, la necesidad de un cambio. Se trataba de aprovechar las nubes de la economía para sembrar cierta psicosis de crisis y convencer luego a los votantes de que hace falta un cambio en el Gobierno. Sin una intensa ola que extienda esa convicción, resulta casi imposible sacar del poder a alguien que sólo lleva una legislatura en La Moncloa. Al menos en España no se ha dado el caso en 30 años de democracia.

La gran laguna

Tiene sentido el nuevo discurso cuando resultaba evidente que ya no servían el 11-M ni el proceso de paz como cuñas fundamentales de un argumentario en buena parte desmontado simplemente por la realidad de los hechos. Pero faltaba aún algo esencial en toda estrategia política y electoral: «La credibilidad, estúpido». Un candidato puede llegar a disponer de los medios y los contenidos más atractivos y mejor hilvanados desde el punto de vista político, pero muy difícilmente logrará transformarlos en una mayoría electoral si no consigue que la gente le crea. Para empezar, convendría que los datos que sustentan los mensajes electorales fueran ciertos, porque una visión notoriamente sesgada de la realidad termina dañando la credibilidad del candidato. Además, es imprescindible transmitir una imagen de absoluta convicción en lo que uno dice. Si se trampea  el contenido y además uno pone cara de no creerse lo que dice, el batacazo parece más que probable.

Esto es en parte lo que ocurrió anteanoche con el debate televisado entre Pedro Solbes y Manuel Pizarro. Hasta en las filas del PP se admite con pesadumbre la derrota de su superfichaje. Y el asunto no es menor. Pizarro era la guinda que le faltaba al pastel del discurso electoral sobre la gestión económica, el sustituto de un añorado Rodrigo Rato, el único que podía compensar con una savia nueva y ajena a la política profesional la mayor experiencia del actual vicepresidente para Asuntos Económicos. Tan convencidos estaban en el partido de que el populismo de Pizarro iba a arrasar frente a la sabiduría tecnicista de Solbes que el turolense cometió incluso el clamoroso error de elogiar la labor de su adversario nada más empezar el programa, o el patinazo de criticar la subida de las tarifas eléctricas, cuando todo el mundo sabe que él presidía una eléctrica de la que salió con más de doce millones de euros en el bolsillo.

Ese debate desmontó una vez más varios mitos. Demostró que la política y la economía interesan, porque más de cinco millones de españoles soportaron sin pestañear un mareo de cifras; echó por tierra algunas máximas de la telegenia: se puede ganar un debate sin disponer de un físico arrebatador ni de una sonrisa hechizadora. Lo fundamental es la credibilidad que se transmite.

Todas las encuestas calculan unos cinco millones y medio de electores que se declaran indecisos, dato que no resulta creíble. La inmensa mayoría no espera a los debates ni a la jornada de reflexión para decidir quién le ofrece más garantías de buen gobierno. Pero un debate sí puede afectar a la credibilidad de un candidato.

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