Buzón de Voz

El elefante judicial

Lo cuenta Paul Preston en su imprescindible biografía de Franco, El gran manipulador. Corría el verano de 1939, acabada la Guerra Civil. El conde Galeazzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de Exteriores de la Italia fascista, visitó al dictador español en San Sebastián y describió la escena en los siguientes términos: "Ese Caudillo es un tipo raro, ahí en su palacio de Ayete, encerrado con su guardia mora y rodeado de expedientes de condenados a muerte. Con su horario de trabajo no debe de revisar más que unos tres al día, porque a este tipo le gusta mucho dormir la siesta".

Años después, el que fuera ministro de Educación en el primer gobierno franquista, Pedro Sáinz Rodríguez, terminó de romper el mito que dibujaba a Franco como un individuo magnánimo y compasivo, atormentado por las sentencias de muerte hasta bien entrada la madrugada. Franco desayunaba chocolate con picatostes con un montón de expedientes sobre la mesa y una silla a cada lado.

Mientras mojaba los picatostes en el chocolate, repasaba los fallos condenatorios y los iba dejando en una silla u otra. Los de la derecha eran para la ejecución de la pena de muerte, los de la izquierda (muy pocos) para la conmutación de sentencias. A veces preguntaba a sus ayudantes: "¿Partido político?", y a continuación se pronunciaba sobre la fórmula: garrote o pelotón de fusilamiento. Y continuaba mojando picatostes.

En el imaginario colectivo, es probable que esta semana haya quedado instalada la imagen de un juez, Rafael Tirado, como un individuo frívolo y despreocupado, aficionado a la siesta, a quien sus colegas conservadores de la comisión disciplinaria del Poder Judicial multan con una sanción ridícula de 1.500 euros por haber mantenido en libertad a un pederasta que presuntamente aprovechó la negligencia para asesinar a la niña Mari Luz Cortés.

El apellido Tirado pasa a las hemerotecas como una especie de Franco bostezante que arroja papeles a una u otra silla sin importarle un rábano la justicia. La tutela judicial efectiva prevista en la Constitución y su traducción práctica en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (artículo 990) dejan clara la responsabilidad del juez a la hora de enviar a prisión "sin dilaciones" a un condenado, como era el caso de Santiago del Valle tras los abusos cometidos contra su propia hija. De modo que resulta lógica la consternación general ante una sanción tan barata. La alarma social está servida. La reacción inmediata de Zapatero y Rajoy exigiendo mano dura figura en el guión de la política, y la vomitiva demagogia de Rosa Díez tachando de "fariseos" a los demás no merece una sola línea. Si de verdad se trata de intentar evitar otro caso Mari Luz, entonces procede aportar otros datos y argumentos.

La realidad de los juzgados

El juez Rafael Tirado es titular de uno de los 310 juzgados de lo penal que existen en España, a los que hay que añadir otros 15 especializados en ejecutorias en sólo seis grandes ciudades, entre las que no se incluye Sevilla, escenario de los hechos. A 31 de diciembre de 2007, según el informe anual del propio Consejo General del Poder Judicial, había nada menos que 269.855 asuntos penales pendientes de ejecutar; es decir, una media de 795 sentencias pendientes por cada juzgado.

Las cifras frías incluyen desde una infracción de tráfico con lesiones a terceros hasta un delito sexual. Los juzgados especializados en ejecutorias pueden tener a 30 funcionarios ayudando al juez en su labor. Los otros 310 suelen disponer de nueve. En ambos supuestos, ocurre que los funcionarios de carrera huyen de esos juzgados por la cantidad de trabajo que acumulan y prefieren ocupar plazas en destinos mucho más cómodos.

De modo que los tribunales que juzgan y ejecutan asuntos penales están plagados de funcionarios interinos que manejan medios técnicos muy limitados. "La cantidad de trámites y burocracia que encierran las ejecutorias es como un elefante que se te cae encima cada mañana -afirma un secretario judicial- y además no hay plazos fijos que cumplir, así que los asuntos se dilatan permanentemente". ¿Quién se atreve a garantizar que entre esos casi 270.000 asuntos penales pendientes de ejecutar no existe otro Santiago del Valle que presuntamente es capaz de asesinar a una niña mientras la burocracia sigue su curso hasta ponerlo entre rejas?

La vergonzante multa de 1.500 euros impuesta a Rafael Tirado será revisada por el pleno del nuevo Consejo General del Poder Judicial, cuya composición desvelada esta semana tiene un sesgo político -especialmente entre los elegidos por el PP- tan marcado como siempre.

La decisión que tome este órgano puede ser recurrida ante la sala de lo contencioso del Tribunal Supremo, que finalmente decidirá si este disparate se solventa con esa multa, con una mayor o con una expulsión de Tirado de la carrera judicial. Pasará un año, tal vez dos, pero la incomprensible sanción será confirmada o rectificada. ¿Hasta qué punto tranquilizan esas garantías respecto a la solución del problema de fondo?

La realidad descrita no exime a un juez de la responsabilidad de sus decisiones o indecisiones. Sin embargo, limitar las consecuencias del caso Mari Luz a la búsqueda de un cabeza de turco, por muchas evidencias que existan sobre el error cometido, es hacer tampas en la baraja de la justicia.

El Gobierno ha anunciado una oportuna u oportunista reforma del Código Penal para endurecer las penas contra pederastas y terroristas. El aplauso es general, aunque no se conozca la letra pequeña. Se trata, al parecer, de prolongar la vigilancia más allá del cumplimiento de la condena que reciban. Cabe preguntarse dónde queda la definición del sistema penal como herramienta no sólo de castigo sino también de reinserción. Cabe también cuestionarse dónde se establece el punto final: ¿por qué no vigilar también al conductor borracho y reincidente que pone en peligro la vida de niños y ancianos?

Si PSOE y PP buscan de verdad una justicia moderna y eficaz, quizás deberían pactar algo más que la alineación del gobierno de los jueces o grandes reformas a golpe de telediario.

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