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Ciencia y poesía

EL ELECTRÓN LIBRE // MANUEL LOZANO LEYVA

* Catedrático de Física atómica, molecular y nuclear en la Universidad de Sevilla

A veces me preguntan si tienen algo en común la ciencia y la poesía. Suelo responder mal, porque ese asunto siempre me entristece. Podría decir, citando al poeta colombiano Carlos Framb, que la ciencia y la poesía quizá sean dos formas de un mismo éxtasis; también podría acudir al alemán decimonónico Karl Weiestrass, para el que un matemático que no tenga algo de poeta no será nunca un matemático completo. En cualquier caso, todos los profesores de ciencia sabemos que, al menos los procesos físicos, no se pueden explicar sino a través de imágenes y metáforas. Tanto es así, que se puede considerar que no es sólo asunto de pedagogía, sino que los criterios estéticos desempeñan un papel en la investigación, porque como sostiene el físico inglés Penrose, una idea bella tiene mucha mayor probabilidad de ser correcta. Naturalmente, también hay científicos que niegan la relación entre ciencia y poesía, pues, como diría uno de los padres de la mecánica cuántica, Dirac, los científicos tratan de comunicar sus hallazgos de manera que todos entiendan algo que nadie sabía antes y los poetas hacen exactamente lo opuesto, o sea, que nadie entienda lo que todos saben.

Ante la pregunta, uno podría incluso ser dramático, ingenioso y divertido. El drama lo proporcionaría Giordano Bruno, que expresaba en verso sus intuiciones científicas más acertadas. El ingenio lo pondría Cyrano de Bergerac recitando el modo de alcanzar la Luna con agilidad y un imán. La diversión la ofrecería la siguiente propiedad transitiva: si para el poeta el amor es lo sublime y una consecuencia de éste es el sexo, nada hay más parecido a la ciencia, porque ambos, el sexo y la ciencia sirven a un propósito práctico que no es la razón de que se practique. Entonces, ¿por qué diablos me entristece la pregunta sobre la ciencia y la poesía?

Tuve un buen amigo poeta aragonés que murió prematuramente. Se llamaba José Antonio Rey del Corral y, obviamente, le llamábamos El Gallo. Su mujer, sobrina del presidente Omar Torrijos de Panamá (¿qué otro estilo de matrimoniar iba a tener un sensible y surrealista poeta del frío y recio Aragón en los años más plúmbeos del franquismo?) le dijo a la mía una vez: "Mira, a los dos les brillan los ojos de la misma manera cuando habla cada uno de lo suyo". A lo que mi mujer respondió: "Claro, llevan exactamente la misma cantidad de vino bebido". Toda posible respuesta culta, racional o intuitiva de un científico a la relación entre ciencia y poesía queda anegada por la pena de haber perdido a un amigo poeta.

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