Ciudadano autosuficiente

Cuando el ecologista ya no es el tonto del pueblo

ecologista

Por Yasmín Tárraga

Ya han pasado casi treinta años desde que el informe Brundtland definió el Desarrollo sostenible como aquel que permite satisfacer las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las generaciones del futuro para atender sus propias necesidades. Una forma de progresar que ya entonces urgía enmarcar en el contexto económico y social del desarrollo humano. Pero a ti eso de Brudtland no te suena mucho y el término Desarrollo sostenible no te importa en absoluto. Y si además te hablo de medio ambiente, apaga y vámonos. Bastantes cosas tienes ya en la cabeza.

A ti no te preocupa el medio ambiente. Para nada, eso es cosa de raritos. Tú prefieres vivir sin angustiarte por las consecuencias de tus actos, como si no tuvieses nada que ver con este planeta. Como si la Tierra estuviese a tu disposición y todos los recursos fueran inagotables. Sin preocuparte por el aire que respiras. Sin preguntarte a dónde va a parar toda la basura que generamos. Porque claro, tú no puedes hacer nada. Estás convencido de que si de verdad nos estamos cargando el mundo, la solución la tienen los gobiernos. De que eso del cambio climático no son más que exageraciones. De que de todos estos problemas es mejor que se encarguen otros.

¿Alguna vez has paseado por la Gran Vía de noche? Todas las tiendas están cerradas pero sus escaparates se iluminan como si fueran las doce del mediodía. Derrochando electricidad como si nada. Pero qué más da, tú eso ni lo habías pensado. Tú eres de los que van por la calle y tiran la colilla al suelo. De los que usan el ascensor para subir a un primero. De los que tienen en su casa las luces encendidas y las persianas bajadas (excepto algún día que te da por pensar en la factura eléctrica, claro). Sueles dejar correr el agua unos minutos antes de entrar en la ducha, aunque tarde cinco segundos en ponerse caliente. Tienes la televisión encendida veinticuatro horas, en tu cocina solo hay un cubo de basura -donde mezclas todos los residuos- y tu nevera está llena de carnes envasadas.

Te da igual bañarte en una playa en la que es más fácil ver bolsas de plástico que medusas, y en la que los niños hacen castillos de arena y colillas. Sabes que existen las energías renovables, que son la solución para acabar con las energías sucias que tanto perjudican, pero no apuestas por ellas. Te sueles preguntar: ¿Qué es eso del coche eléctrico? ¿Qué necesidad tengo de compartir coche? El transporte público a ti no te va. Donde esté tu depósito lleno, que se quite lo demás. Y eso de mirar las etiquetas de los productos que compras, ni pensarlo. Qué más dará si contiene aceite de palma o soja transgénica.

Complicarte la vida no es lo tuyo. Tú haces lo que se ha hecho toda la vida y pasas de calentarte la cabeza. Porque estás seguro de que esos que luchan por el medio ambiente no van a conseguir nada. Y que lo único que se consigue al sostener una pancarta o asistir a una manifestación, es crear más revuelo. Y piensas: que se vayan a su casa y nos dejen tranquilos. Porque es en casa, desde el sofá y con telebasura a todo volumen, desde donde se solucionan los problemas. Y eso de la educación ambiental no son más que tonterías. Tú tienes claro que el foco hay que ponerlo en otro lado.

Porque el hippie que recicla y se preocupa por el medio ambiente es el tonto del pueblo en todas las películas. Y en vez de tomarlo como referente, te ríes de él. Porque eres de esos que salen a correr por el centro de la ciudad sin importarles que sus pulmones absorban ese humo negro que sueltan los coches. De los que luego llegan a casa tras sentirse la persona más sana del mundo y se dan una ducha caliente de tres cuartos de hora, con ese gel que no saben ni con qué está hecho, ni de dónde procede. Pero luego te quejas, eso sí. Que si miras por la ventana y lo único que ves son coches o que si en Madrid no se ven las estrellas. Y eso de circular solo a 80 por la M30. ¡Vaya locura!

Y es que cada vez que alguien te cuente la milonga que te estoy contando, tú dirás que lo que ocurre en relación al medio ambiente no es nuestra responsabilidad, que no podemos hacer nada. Pero en el fondo sabes muy bien que la crisis ambiental en la que llevamos inmersos tanto tiempo es culpa de todos. De tu vecino. De aquella empresa insostenible. De los ministros. Del alcalde de tu pueblo. Tuya. Y, por supuesto, mía. Porque todos sabemos que la actividad del ser humano es clave en el desarrollo de este problema, pero también lo es en su solución. Y bien conscientes somos de que la vida no es posible en las condiciones en las que nos encontramos.

No voy a negar el creciente cambio de unos hábitos por otros más sostenibles. Ni que el interés ciudadano por vivir en un mundo mejor es cada vez es mayor. Pero es cierto que todavía nos queda mucho camino por recorrer. Que haya tanta gente que pasa del medio ambiente es realmente alarmante. Y lo siento si te he ofendido, pues no era mi intención. Pero apartar la delicadeza a la hora de criticar, puede que en ocasiones funcione. Y quiero que comprendas que aquí no hay nadie perfecto. Ni lo hay, ni lo habrá. El mundo no requiere gente perfecta, sino personas que actúen de una forma más sensata. No se trata de no poder tener coche o de volver a alumbrarnos con velas. La solución no es frenar el desarrollo, sino fomentar uno que sea responsable, que se comprometa con el planeta, que sea sostenible.

Así que venga, haz algo por el planeta. Muévete para que las generaciones futuras -las cuales también deberán cuidarlo- puedan seguir viviendo en este mundo. Para que estas tengan más compromiso que todos nosotros. Para que nuestra sociedad no se convierta en un bloque de hormigón y siga habiendo árboles. Para que las islas no desaparezcan y podamos tomar el sol en la arena y no en la silla de un restaurante. Para que siga habiendo selvas y bosques. Para que no se extingan especies por nuestra culpa. Para que el ártico siga existiendo. El planeta te necesita. Todos te necesitamos.

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