Civismos incívicos

¿De quién es el espacio público? Legalidad, seguridad e higiene en el #yeswecamp

‘Hay mucha más gente en la zona, pero no con el perfil de consumidor, que necesita cierta tranquilidad, cierta seguridad y limpieza para hacer sus compras’.

Hilario Alfaro, presidente de la Confederación de Comercio de Madrid

 

En los últimos días, la presión sobre las acampadas ha ido creciendo. Aunque es previsible que en los próximos días se apueste por la descentralización y las asambleas en detrimento del formato acampada, los indignados quieren ejercer su derecho a ocupar el espacio público y quieren seguir una agenda propia, no la de los responsables políticos o los representantes de los comerciantes. Éstos, a su vez, exigen volver a la ‘tranquilidad’.

 

Si las deliberaciones de los indignados han roto muchos de los pactos de silencio alrededor de la democracia, la representación y el sistema político, el debate sobre el uso del espacio público también está obligando a muchos a dejar de pasar de puntillas sobre los consensos construidos alrededor de qué se puede y qué no se puede hacer en las calles y en las plazas.

 

En boca de responsables políticos y representantes comerciales, estos días hemos oído de todo. La necesidad de no tolerar la ocupación ciudadana del espacio público se ha vestido de civismo, de higiene, de seguridad, de ilegalidad... adaptando a Groucho Marx, los partidarios de forzar los desalojos parecen decir ‘éstas son mis razones, y si no le convencen... tengo otras’. Todos los males del mundo convergen en las plazas... ¿seguro?

 

¿Ilegalidad? El espacio público existe para ser apropiado por la ciudadanía. Desde la antigüedad, calles y plazas han sido el lugar del encuentro, el intercambio y la deliberación, del debate político. ¿Qué son los parlamentos, en su origen, si no plazas cubiertas? Por eso la Constitución Española recoge derechos como la libertad de expresión, asociación, reunión y manifestación y sólo limita su ejercicio en la vía pública a ‘la alteración del orden público CON peligro para personas o bienes’. El Tribunal Constitucional, además, indica que ‘el derecho de reunión cuando se ejercita en lugares de tránsito público es una manifestación colectiva de la libertad de expresión ejercitada a través de una asociación transitoria de personas que opera a modo de técnica instrumental puesta al servicio del intercambio o exposición de ideas, de la defensa de intereses o de la publicidad de problemas o reivindicaciones, constituyendo, por tanto, un cauce relevante del principio democrático participativo’. Mientras discurra de forma ‘pacífica y sin armas’, pues, la ocupación de las plazas no sólo no es ilegal, sino que, con la ley en la mano, puede considerarse un deber democrático.

 

¿Seguridad? La Puerta del Sol, y las plazas ocupadas en general, son hoy espacios más seguros que antes del 15m. En cualquier espacio, la presencia de personas de forma permanente genera una red de control social que desincentiva la comisión de actos delictivos, pues éstos son difíciles de invisibilizar, y la impunidad es poco probable. No tengo dudas de que desde el 15m en las zonas colindantes a las acampadas se han producido menos hurtos en viviendas y espacios comerciales de lo habitual, y que las denuncias por pequeños actos delictivos han disminuido significativamente. La seguridad a la que se hace referencia cuando se buscan motivos para deslegitimar las acampadas, pues, no puede tener que ver con la seguridad de las personas ante la posibilidad de ser víctimas de un acto delictivo. Si lo que los comerciantes de Sol pretenden plantear es el potencial sentimiento de inseguridad del potencial cliente potencialmente asustado por la posibilidad de ser potencialmente asaltado por un ‘perroflauta’, se mueven en el espacio del perjuicio, el estereotipo y la manipulación del miedo, no el de la legalidad vigente ni el del riesgo objetivo.

 

¿Higiene? La utilización de la higiene y la limpieza para legitimar procesos de expulsión de colectivos sociales de ciertos espacios no es nada nuevo. Las ciudades de la Modernidad, empezando por París, practicaron ya un urbanismo anti-movimientos sociales en el siglo XIX. Con la excusa de la higiene se derribaron barrios para construir grandes avenidas, pero las avenidas no sólo solucionaron el problema del alcantarillado, sino también la existencia de callejuelas fácilmente bloqueables por ciudadanos indignados. Al final, el diseño urbano higienista no hizo sólo ciudades más limpias, sino más al gusto e imagen de nuevos colectivos sociales urbanos  que reclamaban un espacio público en el que lucir su nivel adquisitivo sin ser molestados por las consecuencias sociales de la explotación laboral (la miseria). Se hizo limpieza, sí, limpiando las ciudades de pobres. Hoy, de nuevo, y como si no hubieran pasado 150 años, se quiere limpiar las ciudades de indignación (como si el fuego se apagara cortando árboles).

 

Aunque les pese a algunos comerciantes, los ciudadanos y ciudadanas no hemos pagado la urbanización de calles y plazas para que éstas constituyan alfombras rojas que conduzcan a sus escaparates. El consumo es una de las muchas posibilidades que ofrecen las calles, pero ni es la principal, ni es obligatoria ni está por encima de las demás. Las personas que ocupan hoy los espacios públicos de nuestro país no tienen perfil de consumidor, no, tienen perfil de ciudadanos y ciudadanas ejercitando derechos legítimos y protegidos por la Constitución. Es lo que tiene la democracia.

 

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