Consumidora pro nobis

La lógica del fascículo

El fascículo de kiosco está de algún modo emparentado con las frutas y verduras de estación ("no tenemos guindas, señora: ahora no es época"), de ahí que brote sólo en enero y septiembre, meses propicios para hacer nuevos propósitos, y después vaya paulatinamente silenciándose como una estrella de la canción venida a menos.

En un programa de humor parodiaban ese misterio de la vida kiosquera que supone el fascículo proponiendo la disparatada colección Decorar con cebolla. En ella se explicaba la técnica para hacer estrellas, guirnaldas y otras virguerías con ese bulbo. Pero como bien sabemos, los fascículos de carne y hueso —joyas del automóvil en plata, rosarios de colección, perfumes en miniatura, el buque empleado por Nelson en Trafalgar pieza a pieza— van más allá de cualquier parodia que se haga sobre ellos, y es precisamente su delirante especificidad uno de sus rasgos que más nos sorprende. El otro es su facilidad para asumir una muerte temprana, pues al igual que no conocemos a nadie que tenga un audímetro sobre su televisor para formar parte activa de las cuotas de pantalla, tampoco entre nuestros allegados se encuentran aquellos que compran puntualmente todas las entregas de un coleccionable de kiosco hasta completarlo. Ingenuos de nosotros, nos preguntamos cíclicamente por qué los magnates de la industria del coleccionable caen recurrentemente en el error de publicar series de las que sólo venderán la primera entrega. Sus razones tendrán, pero mientras deciden tomar o no medidas al respecto, aprendamos de los modestos fascículos, de su elegancia y maestría para retirarse a tiempo sin apenas hacerse notar.

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