Consumidora pro nobis

Luto por lo insípido

Tanto en los tiempos pedagógicos de la Transición como en los del Florido Pensil el agua, por definición, era un líquido incoloro, inodoro e insípido. Los grifos de las ciudades pugnaban por ver cuál de ellos daba la puntuación más alta en estas hidrocualidades: los de Barcelona y Alicante a menudo salían mal parados; el de Madrid, en cambio, ostentaba con orgullo su falta casi total de sabor. Hoy el menos es más que acuñó Van del Rohe como lema para la Bauhaus ya no es una virtud aplicable al agua, a la que en un alarde de creatividad papilar se le añaden aromas y gustos artificiales a troche y moche.

Hago una compra por internet de gran calibre y por ello el supermercado me premia —o me castiga, según se mire— con cuatro botellas de agua mineral de litro y medio saborizadas. Abro la de té verde con grandes esperanzas dickensianas y la pruebo. La decepción es, si cabe, más que absoluta. El agua con aroma de té verde sabe en realidad a refresco de manzana. ¿Por qué lo llaman té verde cuando quieren decir refresco de manzana? Y, ya puestos, ¿por qué lo llaman agua cuando tiene sabor a otra cosa? No me animo a abrir una segunda botella para no seguir corroborando dolorosamente la metáfora de la contemporaneidad que ofrecen estas neoaguas con sabor añadido: nos muestran sin pudor el horror vacui ante cualquier carencia, ante la ausencia de gusto del clásico compuesto químico cuyo principal valor hasta hace bien poco estribaba precisamente en dicha ausencia. La humilde agua, que durante milenios ha venido cumpliendo con gusto su función de saciar la sed modestamente y no ha recibido quejas por parte de nadie, parece que ahora resulta sosa y por eso ha de ser saborizada. Y pronto nosotros, me temo, correremos esa misma suerte.

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