Contraparte

Por qué Catalunya no será independiente

Emmanuel Rodríguez () e Isidro López ( )

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El derecho a decidir, la voluntad popular expresada en una votación libre, el legítimo autogobierno, una reivindicación que viene del antifranquismo y que debiera ser senyera de la izquierda, ¿hay algún argumento que desde una perspectiva honestamente democrática se pueda oponer a la Consulta? Desde luego pocos o ninguno. Dicho esto, y dicho desde quien sabe que repite la homilía pertinente, habrá que reconocer que el debate ceñido a estos términos enseña poco o nada sobre la llamada crisis catalana, así como sobre su engarce con la crisis general del régimen político español.

Valga decir que tres años de crisis, de amagos de consulta y posteriores abandonos, en los que las idas y venidas de Mas en estos días son el último capítulo, no permiten tomarse muy en serio el proceso soberanista catalán. Y esto aun cuando se siga de los episodios marcados por el guión de unas elecciones pleibiscitarias y de la solemne amenaza por parte de ERC de una Declaración Unilateral de Independencia. No hace falta llegar a los extremos de Josep Fontana cuando afirma que en la historia no hay independencia sin guerra de independencia para intuir que no asistiremos a la "secesión catalana"; no al menos si en su contraparte española no se produce un seísmo de igual magnitud y con la misma onda que el catalán.

La pregunta fundamental no es de hecho la de si se permite o no la consulta, o si hay un riesgo real de «ruptura del país» como gusta al nacionalismo español, sino otra muy distinta que tiene que ver con los porqués de qué las élites catalanas y españolas no hayan todavía apurado una solución para lo que parece el eslabón débil del régimen político. Al fin y al cabo, se trata de una solución ya pensada y propuesta y que va a pasar por una sencilla reforma del título VIII de la Constitución. Sin necesidad de tocar mucho del texto, la reforma se limitará a una virtual federalización del Estado, un reconocimiento de la singularidad catalana, mayores competencias en materias consideradas clave y sobre todo un «concierto fiscal» similar al vasco o al navarro. La reforma cuenta además con dos condiciones suficientes: varios actores políticos incluidos los socialistas proclives al acuerdo y una mayoría social dispuesta a aceptar el «tercerismo» entre autonomía e independencia. Entonces, si esta casi todo ¿por qué no se pone en marcha?

Dejando a un lado el escorzo de avestruz que sistemáticamente practica Rajoy, hay al menos tres elementos de peso que en Catalunya aplazan a cada plazo vencido la resolución de la crisis. El primero es el más obvio: el independentismo se ha convertido en una suerte de huida hacia delante para CiU y los restos de la forma política hegemónica en Catalunya desde 1980, el pujolisme. El independentismo protege y esconde la grave crisis del régimen político catalán, su particular versión de la «cultura de la Transición» según la acertada fórmula del periodista Guillem Martínez. Catalunya ha sido el laboratorio de la crisis política española, el primer punto de ruptura del bipartidismo con la entrada en tropel de una nueva generación de partidos políticos enfrentados, radicalizados o contraídos sobre la cuestión nacional. Y esto al mismo tiempo que los casos Millet, Palau, Pujol, empezaban a dejar escapar los mismos olores a putrefacción que antes solo se consideraban propios de España. La hipótesis Mas, arriesgada y a la postre de resultados inciertos, ha consistido en empujar el fracaso del Tripartit por la vía de subirse al carro del independentismo. La paradoja es que ha ligado su suerte, y de paso la de Convergencia, a una apuesta que nunca fue la suya.

En otro orden, la crisis económica se ha llevado consigo lo que fue la base del bloque social del pujolisme: las clases medias catalanas. Sobre este segmento social se ha levantado la hegemonía del catalanismo político y sobre la misma se ha construido la base popular que llena desde hace tres años la espectaculares convocatorias de la Asamblea Nacional Catalana. El giro hacia la independencia de lo que forma el tronco de la sociedad civil catalana es una respuesta a una situación de empobrecimiento, hastío político y liquidación del Estado del bienestar. El carácter contradictorio de esta posición es que lejos de tomar vuelo y autonomía hacia un cuestionamiento del régimen político y del déficit democrático general (¿qué otra cosa si no fue el 15M?) ha acabado por ponerse detrás de los mismos partidos que acuerdan los recortes sociales y que en el caso de CiU son cada vez más sospechosos de una corrupción generalizada y sistemática. La consigna "primero la independencia, luego lo demás" apenas esconde la imposibilidad del frente soberanista a medio plazo, al tiempo que a fin de retardar su inevitable ruptura empuja siempre más allá el proceso contra un espantajo (España) que apenas aguanta como enemigo principal.

Pero el elemento quizás más opaco y el que seguramente opera en un registro de mayor intensidad, por invisible que esta sea, es el de las contradicciones internas al capitalismo familiar catalán. Quizás no haga falta insistir en lo obvio, el ápice de la burguesía catalana, las grandes familias arremolinadas en torno al consejo de administración de La Caixa y las multinacionales con sede en Barcelona, no tiene dudas. Al decir del Conde de Godó, "si hay independencia me voy a Madrid". Pero la situación se complica a medida que se desciende en escala. La situación del empresariado catalán se ha visto sometida a una complejo juego de presiones en el contexto de una creciente pérdida competitividad, una débil inserción en el resto del capitalismo español y europeo y una decidida orientación hacia los sectores de bienes no transables que han seguido al proceso de desindustrialización catalán: el turismo y los negocios inmobiliarios principalmente. Para este segmento, la autonomía fiscal y mayores dosis de autogobierno resultan ventajas cruciales en una marco de una creciente competitividad territorial enmarcada en la crisis generalizada.

Si se acepta este marco, la conclusión vuelve a ser paradójica. A la contra de lo que se nos muestra, los elementos de inercia empujan con demasiada fuerza sobre los actores políticos y sociales más conservadores y menos partidarios de una ruptura política. De hecho, al menos por el momento, la solución constitucional no va a venir de los actores que parecen contar: ni de una CiU cada vez más entrampada, ni de un PSC en caída libre, ni de una ICV tan minorizada como IU, ni de un PP estatal que ha decidido dejar que la cosa degenere, ni tampoco de una ERC que ha hecho de la independencia el absoluto de su política. Concentrados en su supervivencia, amarrados a unas posiciones con las que tratan de salvar su propia crisis, estos hombres de Estado que parecen no tener ningún sentido del mismo se ven cada vez más impedidos a hacer lo que les correspondería hacer: arreglar cuentas y establecer las condiciones del nuevo reparto, a un tiempo institucional y económico.

¿No deja este escenario un inmenso hueco a una ruptura democrática en la que el eje identitario y nacional quede relegado a las cuestiones mayores del autogobierno, la democracia y la justicia social? Los signos de que este es un movimiento en marcha se vienen repitiendo desde hace ya unos años. En 2012, las CUP aparecieron por primera vez en el parlamento catalán. Pocos meses después siguió la formación del Procés Constituent. Este movimiento ciudadano amplio y masivo, protagonizado por una monja y un histórico militante de la izquierda catalana, Teresa Forcades y Arcadi Oliveres, ha apostado por una república propia con un lenguaje y con una agenda tan próximos al 15M como distintos del soberanismo oficial. Por último, la pasada primavera, el laboratorio político catalán produjo la plataforma Guanyem promovida por la antigua portavoz de la PAH, Ada Colau. Para este proyecto municipalista, ceñido a Barcelona pero ya con réplicas en el resto de Catalunya y más allá, el elemento nacional apenas es una tangente periférica en relación con lo que realmente importa: la democratización del ayuntamiento y la reversión de la política de recortes.

Pero quizás el elemento que resulte determinante en el próximo y fragmentado parlamento catalán en el que se prevé la existencia de hasta 9 fuerzas políticas sea la irrupción de Podemos. Según encuestas, Podemos aparece como la cuarta, la tercera o incluso la segunda fuerza política catalana. Su potencial electoral reside en que no se mueve en el juego de suma cero de la sociedad civil catalana. Podemos concita el antiguo voto del PSC y del viejo PSUC las fuerzas que marcaron la política del antifranquismo y la Transición antes del pujolisme, moviliza el voto abstencionista y de los barrios menos favorecidos y apela a sectores para los que la independencia ni está ni va estar en el centro. Por eso mismo, Podemos puede empujar hacia un reconocimiento de la crisis política catalana en sus propios términos; y lo que es más importante al procés constituent català hacia el único marco en el que parece viable: el proceso constituyente en el Estado español.

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