Contraparte

El fin del euro

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Wolfgang Streeck

Sociólogo y profesor en la Universidad de Köln

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Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que escuchamos argumentos positivos, políticos o económicos, a favor de la moneda única. Las únicas razones invocadas por los defensores del statu quo contra el abandono de lo que Polanyi habría sin duda denominado un «experimento frívolo» es que las consecuencias de una ruptura, aunque impredecibles, serían peores que la continuación de lo que ya se ha convertido en una crisis institucional permanente. Por debajo de esto, está probablemente el temor de la clase política europea a que los votantes les puedan hacer rendir cuentas por haber puesto en juego, tan a la ligera, la prosperidad y la coexistencia pacífica en el continente. Sin embargo, los costes de desmantelar la moneda única no pueden sobrevivir mucho más en tanto argumento a favor de su continuidad. La esperanza de los nórdicos de escapar de la actual coyuntura con un desembolso excepcional y de una vez por todas –o incluso con una deflación excepcional para propiciar una reforma estructural en el sur– se evaporará, así como las esperanzas del sur en poder contar con un apoyo a largo plazo para sostener estructuras sociales poco indicadas para funcionar en un régimen de divisa fuerte. Entretanto, la noción de que una democracia europea vaya a brotar del Parlamento Europeo y a acudir de alguna manera al rescate se terminará revelando como una ilusión, y cuanto más larga sea la espera, mayor será la desilusión.

Menos factible aún es el sueño de lograr una democracia semejante a fuerza de permitir que la crisis de la eurozona se prolongue hasta que el malestar se haga demasiado grande: no tanto el malestar económico en el sur como la angustia moral y política en el norte, sobre todo en Alemania. Antes de que se dé una carrera precipitada hacia la democracia paneuropea, lo más probable es que las unidades políticas nacionales caigan presa de partidos nacionalistas agresivos. Los únicos defensores que quedarán de la integración en torno al euro, aparte de unos políticos temerosos de perder sus asientos, serán las clases medias del sur, que sueñan con lograr un paraíso socialdemócrata de consumo subidos en el carro del capitalismo nórdico, incluso cuando este último implosiona; y las industrias exportadoras del norte, que buscan preservar el consumo financiado a crédito de los meridionales tanto tiempo como sea posible, así como las ventajas competitivas que supone una divisa paneuropea infravalorada. Sin embargo, en ausencia de una convergencia real, y si la necesidad de inyecciones regulares y redistributivas de dinero se hace evidente en toda su magnitud, la actual situación no será ya sostenible en términos electorales, ni siquiera en Alemania.

Por esta razón es esencial dejar de santificar el régimen de la moneda única, y de sobrecargarlo –de esa manera tan «típicamente alemana»– con las expectativas y atributos de una salvación posnacional. Solo después será posible dejar a un lado la cantinela cotidiana de los peores escenarios (la frase de Merkel, «Si el euro fracasa, fracasa Europa», fue un ejemplo bastante burdo en este sentido), y empezar a ver la moneda única como lo que es: un recurso económico que habrá perdido su razón de ser si deja de servir a su propósito. En Buying time, adelanté la propuesta de reconfigurar la moneda única de acuerdo con las líneas del modelo Bretton Woods original de Keynes: el euro como anclaje de las monedas nacionales o multinacionales individuales, con mecanismos acordados para salvar desequilibrios económicos, incluyendo la posibilidad de reajustar los tipos de cambio. En la práctica, esto supondría liberarnos del patrón oro implícito en la moneda única, que vacía las democracias de contenido sin ayudar tampoco a establecer una democracia supranacional. En términos generales, esto nos devolvería a una situación similar a la que teníamos entre 1999 y 2001, cuando el euro y las monedas nacionales de los Estados miembros existían en paralelo, si bien con paridades fijas, invariables. La diferencia estaría en que ahora las paridades podrían revisarse mediante un proceso regulado por tratado, en lugar de por los mercados de divisas o por la acción unilateral del gobierno. Como por aquel entonces entendía los detalles técnicos todavía menos de lo que los entiendo hoy, no desarrollé esta propuesta. Además, estaba bastante seguro de que las élites que gobiernan Europa se agarrarían impertérritas (y es exactamente lo que ha ocurrido) a su proyecto de unificación, por divisivo que este resultara ser.

Sin embargo, desde 2013 se vienen escuchando muchísimas voces en favor de un régimen de cambio flexible, que permitiera a la política democrática limar los desequilibrios a través de medios menos destructivos que las devaluaciones internas. Las sugerencias que se plantean van desde una vuelta a las monedas nacionales, a través de la introducción temporal o permanente de monedas paralelas unida a controles de capital, hasta un sistema monetario keynesiano de dos niveles. No es necesario sentir «nostalgia por el Deutschmark» para entender la necesidad urgente de reflexión común sobre la reconstrucción de la moneda única europea, buscando el beneficio para Europa, la democracia y la sociedad. En principio, este tema podría también derivarse de la no menos urgente búsqueda de un sistema monetario global que sea mejor que el que tenemos a día de hoy (un sistema que se ha vuelto cada vez más disfuncional desde el desmantelamiento definitivo del régimen de Bretton Woods a principios de la década de 1970 y que en 2008 llevó a

la economía mundial al borde del colapso).

El fracaso del euro es solo una de las muchas evoluciones que vienen a quitarnos el velo de la ilusión motivado por las condiciones anormalmente pacíficas del periodo de posguerra: la convicción de que lo que el dinero es y cómo debe ser gestionado es una cuestión ya decidida de una vez por todas. Hace tiempo que deberíamos estar debatiendo sobre un nuevo régimen financiero y monetario global. El objetivo será concebir un sistema lo suficientemente flexible como para hacer justicia a las condiciones y limitaciones que gobiernan el desarrollo de todas las sociedades que participan en la economía mundial, para que, en sus pugnas geoestratégicas, no alienten devaluaciones rivales ni la producción competitiva de dinero o deuda. Las cuestiones en la agenda incluirían la del sucesor del dólar en tanto que divisa de reserva, la del empoderamiento de Estados y de organizaciones internacionales para fijar los límites al libre movimiento de capitales, la de la regulación de los desórdenes causados por la banca en la sombra y por la creación global de dinero y crédito, así como la cuestión de la introducción de tipos de cambio fijos pero ajustables.

Estos debates podrían seguir la estela de las ideas, sorprendentemente ricas, en torno a los regímenes monetario alternativos, nacionales y supranacionales, que se intercambiaron en el periodo de entreguerras entre autores como Fisher y Keynes. Como mínimo, nos enseñarían que el dinero es una institución histórica en constante evolución que necesita de continuos ajustes y adaptaciones, y cuya eficiencia debe ser determinada no solo en teoría, sino también atendiendo a su función política. De esta forma, el futuro de la moneda común europea podría pasar a ser un subtema en el marco de un debate mundial sobre un sistema monetario y de crédito para el capitalismo y quizá incluso para un orden poscapitalista del siglo xxi. Pero también es posible que el debate no se llegue a dar. Ahora más que nunca se aprecia un desfase grotesco entre los problemas de reproducción del capitalismo, que se intensifican, y la energía colectiva necesaria para resolverlos (esto afecta no solo a las reparaciones necesarias del sistema monetario, sino también a la regulación de la explotación de la fuerza de trabajo y del medioambiente). Bien pudiera ser que no haya garantía alguna de que esas personas que han sido tan amables de presentarnos el euro vayan a ser capaces de protegernos de sus consecuencias, ni de que estén siquiera dispuestas a hacer un esfuerzo serio al respecto. Los aprendices de brujo serán incapaces de renunciar a la escoba con la que pretendieron limpiar Europa de sus premodernas debilidades sociales y anticapitalistas en pro de la transformación neoliberal de su capitalismo.

El escenario más verosímil para la Europa del futuro cercano –y no tan cercano– es el de unas disparidades económicas crecientes y el de una progresiva hostilidad política y cultural entre sus gentes, a medida que se encuentren rodeadas por tentativas tecnocráticas de socavar la democracia, por un lado, y por el surgimiento  de nuevos partidos nacionalistas, por el otro. Estos últimos no dejarán escapar la ocasión de autoproclamarse los auténticos representantes del número creciente de los denominados «perdedores de la modernización», que se sienten abandonados por una socialdemocracia que ha abrazado el mercado y la globalización. Además, este mundo, que vive bajo la amenaza constante de posibles réplicas de 2008, va a ser especialmente incómodo para los alemanes, que por culpa del euro se verán en la tesitura de tener que sobrevivir sin aquella «Europa» que solían ver como una morada segura, con vecinos bien dispuestos.

 

 

Extraido de "Por qué el euro divide Europa" en New Left Review, núm. 95.

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