Culturas

Pim, pam, pum

YO TAMPOCO ENTIENDO NADA// CAMILO JOSÉ CELA CONDE 

Los diarios, los catalanes en especial, se hicieron eco la semana última de la operación de traslado de las piezas de artillería que vigilaban, dentro del castillo barcelonés de Montjuic, el patio de armas. El edificio histórico fue cedido a la ciudad hace un año, como ha pasado ya tantas veces con tantos otros enclaves y, lo más común siempre que eso sucede, es que ni los obuses, ni las bombardas, ni las culebrinas ni los morteros tengan entidad suficiente como para quedarse formando parte del recuerdo. Con una excepción esta vez: permanecerán en Montjuic los cañones que apuntan a la ciudad y al puerto.

El enemigo interior
Aplaudo el gesto. Los castillos se erigen pensando no tanto en el enemigo remoto como en la amenaza cercana. Apuntar a los ciudadanos para que no alberguen pensamientos disolventes de los que llevan a levantarse en armas —en las pocas armas de las que suele disponer la ciudadanía— es la razón misma de las fortalezas urbanas. Repásese la historia; la de la revuelta de la Jamancia, por ejemplo, cuando los cañones de Montjuic acallaron, por orden de Prim, los ecos del chiriví. ¿Qué amenaza más en general al bienestar palaciego, los tártaros de las fronteras o las canciones populares?

Memorias que guardar
El argumento más sólido que hay en favor de los cañones es bien simple: dar fe de que existieron. Ningún pasado de oprobio se borra eliminando su memoria; bien al contrario, lo que procede es no olvidar nunca aquello que sucedió. En el patio del convento de santo Domingo de Valencia, allí donde se reúnen los jurados del Premio Rey Jaime I de las ciencias, hay medio a guisa de almacén un rincón donde se encuentra la estatua ecuestre del general Franco. No sé cuál de ella: cada capital tenía la suya y, tras el advenimiento de las formas democráticas, terminaron casi todas en el trastero. Mal hecho: más nos valdría recordar para siempre quién fue.

El exorcismo
Acordarse de Franco, del general Prim, de aquel maravilloso oficio de sumisión del claustro universitario de Cervera a Fernando VII con el "lejos de nosotros la funesta manía de pensar" por delante, es un ejercicio de higiene mental. Aunque sólo sea para evitar la maldición lanzada por Santayana a los pueblos que olvidan su Historia. A la hora de los exorcismos, lo suyo es mirar hacia el futuro; tal vez así se logre que los cañones no apunten nunca más hacia sus propios ciudadanos. Y si, de paso, tampoco apuntan hacia los tártaros, pues aún mejor.

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