Punto de Fisión

Nicky Montoro

A Montoro siempre lo habíamos visto suave, blandito, como hecho de algodón, como una frasecilla de Juan Ramón Jiménez. Algo de borrico dulce había en él, algo de Platero cabeceando y trotando por los prados verdes de la economía, pero en cuanto los prados ardieron sin dejar más que rastrojos y cenizas, quedó claro que los borricos éramos nosotros.

Montoro es uno de esos secundarios con los que hay que tener mucho cuidado porque, a la mínima oportunidad, gesticulan, se van a su terreno y se comen la película con patatas. Por ejemplo, la película de la crisis Montoro se la está merendando sin problemas: lo mismo le dan ocho recortes que ochenta, no tiene el menor problema en quitarles la paga a los funcionarios, en doblarles el horario o en rematar a los enfermos que salen caros. Da la impresión de que el país se le queda pequeño, que, si por él fuera, recortaría también toda Europa, China y los Estados Unidos, menos mal que no le dejan. Lo que hay que cuadrar son las cifras, igual que en los planes quinquenales, y si para cuadrar el círculo hay que cortar cabezas, pues aquí paz y después gloria eterna.

Sorprende que un núcleo tan duro, tan desalmado, hubiese subsistido tanto tiempo encajonado en el interior de esa fisonomía de alfeñique, tristona y funeraria, ese desconsuelo de subsecretario en horas bajas, que aguarda su oportunidad lo mismo que un anisakis dentro de un besugo. Las páginas de sucesos están llenas de historias por el estilo: el vecino ejemplar que oculta un asesino en serie, el sastre melancólico que en realidad se estaba cosiendo un vestido de señora para aprovechar unos retales de piel humana. Pero, más que las tijeras, a Montoro le va la motosierra, tanto que desde que empezó la danza, los cronistas de economía parecen críticos de cine glosando La matanza de Texas.

Montoro tiene pinta de gafe ceniciento, uno de esos listillos de la clase que entre profe y profe se llevaba todas las collejas, lloraba de rabia en un rincón e iba apuntando los nombres de sus enemigos en una libreta que, al final, eran los presupuestos generales del Estado, me las vais a pagar todas juntas, cabrones. Hay actores así, a lo Steve Buscemi, de ésos que no han roto un plato en su vida pero que cuando se remangan, se cargan la vajilla, la cocina y la barriada. Un poco como Joe Pesci, que al principio hacía esas películas fofas de fotógrafo enamorado y luego le daban el papel de gángster y le zurcía un ojo con un plumín a un pazguato por un quítame allá ese epíteto.

Montoro podría ser Joe Pesci pero traspapelado en el Callejón del Gato, Nicky Montoro, un consigliere rebanando cabezas y masticando tallarines mientras a los jefazos del casino no acaban de cuadrarles las cuentas.

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