Punto de Fisión

Los héroes imperfectos

Estamos tan habituados a la ética del cine que ya somos casi incapaces de imaginar héroes complejos, hombres de carne y hueso con sus luces y sus sombras. Queremos (como dice mi amigo Jesús Urceloy) que los malos sean malos hasta durmiendo y que los buenos trabajen a todo trapo las 24 horas del día, sin librar fiestas ni domingos. Quizá por eso al gran público le repugnó la soberbia encarnación de Hitler que corporeizó Bruno Ganz en El hundimiento, cuando contemplaron a aquel monstruo genocida en su dimensión más íntima y se frotaron los ojos al ver que quería mucho a Eva Braun, que trataba muy bien a su secretaria y que para colmo adoraba a su perro. Los críticos más cegatos dijeron que la película mostraba a Hitler como un ser humano, como si Hitler fuese una cucaracha o un marciano, pero ellos necesitaban desesperadamente al monstruo, a la caricatura, al amo del Tercer Reich surgiendo como un demonio vociferante de las profundidades del infierno.

El cargo de violación contra Julian Assange, sea cierto o incierto, ha venido a manchar la aureola simbólica de un personaje que hasta ese momento era un héroe intachable, el paladín de la prensa en crudo, el hombre que ha revelado al mundo las trastiendas del poder, su obscenidad, sus asesinatos, sus infectas tramoyas. Esa historia de violación sueca huele a montaje de los servicios secretos desde varios continentes de distancia pero aun así ha cumplido su objetivo: ha embarrado para siempre la imagen de Assange como el rubio caballero del Grial que venía a entregarnos la verdad sin mensajeros.

La culpa, quizá, sea nuestra. Necesitábamos a Assange inmaculado del mismo modo que precisábamos a Garzón impoluto: sólo la perfección podía respaldar la reputación de un héroe que se había impuesto la labor de reparar los sórdidos crímenes del franquismo. De modo que el poder se lanzó a roer los tobillos del juez y pronto le encontró los pies de barro: era un mal instructor, había permitido que narcos y carniceros se le escurrieran de entre los dedos, incluso había prevaricado. Acusar a un juez español de prevaricación era como condenar a un gángster de Chicago por evasión de impuestos. En el caso de Garzón fue como multar al conductor de una ambulancia por exceso de velocidad. Al final los torpedos lo alcanzaron, le quitaron la toga con o sin razón sólo para que los viejos asesinos impunes y los cómplices y herederos de los asesinos pudieran seguir durmiendo el sueño de los justos.

No es de extrañar que Garzón y Assange, más allá de sus posiciones ideológicas, hayan hecho buenas migas: ambos son santos imperfectos, ambos han sido devorados por los remolinos de sendas y burdas conspiraciones donde la justicia se ha vestido con los ropajes del gran espectáculo. Ambos nos fallaron como héroes de película.

No podemos soportar la realidad: he ahí su pecado y el nuestro. Porque también Assange es un ídolo incómodo desde cualquier punto de vista: en una sola parrafada desde el balcón de la embajada de Ecuador soltó tres proyectiles contra la injusticia en Estados Unidos, en Baréin y en la Rusia de Putin. Wikileaks ha destapado las mentiras del imperio y las de los enemigos del imperio. Ha mostrado a la luz del día las vergüenzas de Israel, pero también las de Irán y de Siria. Y por muy repugnantes que nos parezcan las maniobras de Gran Bretaña para sacárselo de encima podemos dar gracias de que Assange haya buscado refugio en Londres en lugar de en Madrid, por ejemplo. Porque entonces hace tiempo que lo habríamos enviado a Estocolmo o directamente a Washington, envuelto en un paquete de regalo con un sello del Caudillo.

 

 

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