Punto de Fisión

El rapto de Europa

Que la capital de Europa esté en Bruselas no deja de tener su gracia. En un continente cuya historia reciente se resume en una greña casi perpetua entre Francia y Alemania, lo lógico hubiera sido colocarla en Berlín o en París. Pero Bélgica está bien, mejor que bien incluso, porque de un modo inconsciente, casi de pura chiripa, los analfabetos y codiciosos arquitectos del euro han venido a reconocer el papel que este pequeño país ha jugado en la historia europea en los dos últimos siglos: un ensangrentado y casi continuo campo de batalla. De Napoleón a Hitler, de Waterloo a Las Ardenas, pasando por las carnicerías inconcebibles de Ypres, Bélgica ha sido el cementerio de todos los sueños y pesadillas de la unificación europea.

También fue, y digno es reconocerlo, la patria del primer gran genocida del siglo XX, el rey Leopoldo II de Bélgica, aquel filántropo barbudo cuya infatigable labor de rapiña en el Congo provocó una masacre que se calcula en nueve o diez millones de víctimas. Un monumento perenne a la esclavitud, un Holocausto de piel negra a machetazo limpio en pleno corazón de África: eso también es Europa. Sí, la verdad es lógico que Bruselas sea la capital de este horrendo matadero del que tan orgullosos estamos y al que bautizamos con el nombre de un mito griego.

Para intentar resucitar el espectro de la Roma imperial, los chicos listos de la banca europea inventaron el euro, un sestercio de mierda, una imitación del dólar, una patente de corso para millonarios que a los pobres sólo nos supuso un ancla al cuello. Diez años después, la jugada ha resultado todo un éxito financiero y una absoluta catástrofe económica, con varios países al borde de la quiebra, millones de parados husmeando en la basura y familias enteras desahuciadas mientras piaras de indecentes gobernantes se dedican a facilitar el expolio a los banqueros.

De cualquier modo, podemos dar gracias porque, para haber caído tan bajo, no hayamos necesitado otra guerra de trincheras. Ni siquiera dictaduras ni golpes de estado: dos países democráticos (Grecia e Italia, las dos cunas simbólicas del continente) perdieron a sus líderes electos en cuanto el dinero movió sus hilos desde Bruselas. En España todavía no ha hecho falta porque contamos con un monigote con gafas que pierde el culo en cuanto le chiflan sus titiriteros.

El mito lo dice todo: Zeus, aquel obsceno dios del Olimpo, se disfrazó de toro para forzar a una muchacha llamada Europa. Engaño, rapto y violación: he ahí nuestro origen y nuestro destino cifrados en una antigua fábula. Para que la analogía fuese perfecta, sólo faltaba una metamorfosis en lluvia de oro.

 

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