Punto de Fisión

Torres-Dulce, el hombre tranquilo

 

Él no se acordará, pero me tropecé con Eduardo Torres-Dulce hará ya quince o veinte años, cuando yo trabajaba en la librería Crisol de Goya, un establecimiento penal donde los presos vestíamos uniforme amarillo. Recuerdo a un hombre todo amabilidad y civilización, como esos abogados idealistas que marchan al Oeste en busca de horizontes más anchos, un poco como Ransom Stoddard, el papel que interpretaba James Stewart en El hombre que mató a Liberty Valance. Me imagino que él hubiera preferido parecerse a John Wayne, igual que todo el mundo.

Por aquel entonces yo no sabía a lo que se dedicaba Torres-Dulce, lo conocía sólo del programa de Garci y pensaba que era crítico cinematográfico, esa profesión que, según Truffaut, nadie escoge cuando es niño. Le dije que me gustaban sus intervenciones y que, gracias a él, había aprendido no a amar el western (género que amo desde que abrí los ojos) pero sí a entender ese amor con sutilezas inesperadas, a explicarlo y justificarlo.

Para mí el western no sólo es, como dijo Cabrera Infante, lo que habría hecho Homero de haber nacido en Hollywood, sino también la primera representación mítica de la lucha de clases: los pobres granjeros apabullados por los ganaderos, la gente sin recursos que, pisoteada por los poderosos, elegía a un oscuro campeón surgido de entre las sombras, un pistolero sin nombre que se saltaba la ley a tiros para impartir justicia. El pistolero podía ser Alan Ladd, Gary Cooper, Clint Eastwood, pero todos ellos eran variaciones más o menos afortunadas del modelo primordial, es decir, John Wayne a caballo en toda su gloria.

Como soy un ingenuo incorregible y además tengo la manía de confundir persona y  personaje, me alegré cuando nombraron fiscal general del Estado a un señor que había escrito un estudio sobre John Ford y pensé que el destino se iba cumpliendo igual que cuando Ransom Stoddard ganaba las elecciones y se dedicaba a limpiar la región de indeseables. Pero, por desgracia, después de oír sus declaraciones sobre la necesidad de limitar la libertad de expresión, he comprendido al fin que la gran traición de James Stewart fue ponerse de parte de los ganaderos: por eso imprimieron no la verdad, sino la leyenda. Sentí algo parecido cuando me enteré de que John Wayne había ido a una universidad estadounidense a dar una conferencia a favor de la guerra de Vietnam montado en un tanque. El mundo es como es porque nunca creímos en nuestros propios sueños, porque pensamos que el western es sólo una película, una rosa del desierto plantada sobre una tumba.

 

 

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