Punto de Fisión

El otoño del patriarca

Al igual que el resto de los cubanos, Fidel Castro es un rehén de la Revolución hasta el punto de que, de vez en cuando, tiene que salir en una foto con un periódico recién hecho para que el mundo compruebe que aún está vivo en manos de sus captores y que disfruta de buena salud. El último retrato ha sido con el Granma de hace tres días, lo cual tampoco prueba gran cosa porque el Granma es el único diario del mundo que sigue publicando las mismas noticias desde 1965. La última vez que estuve en la isla fui a comprar un ejemplar de recuerdo y ya me iba con él en las manos cuando comprobé que la portada, repleta de jerarcas barbudos, llevaba la fecha de tres meses atrás. "¿Y qué diferencia hay, mi hermano?" me preguntó el viejito del kiosco cuando le señalé el error.

El hombre tenía razón porque Cuba, más que nunca, es una isla detenida en el tiempo, anclada en una nostalgia de Chevrolets cremosos y eslóganes caducos. No hay más que girar a la izquierda de El Gato Tuerto, a dos pasos del Hotel Nacional, para toparse con una de esas avenidas trufadas de mansiones en ruinas en cuyo interior parecen subsistir las dinastías centenarias de García Márquez. El propio Fidel, que empezó tirándose al monte como el coronel Aureliano Buendía, ha terminado aislándose en la paranoia del poder absoluto, metamorfoseado en el tiranosaurio inverosímil de El otoño del patriarca.

En Cuba, como me dijo una vez un buen amigo, todo es sí y todo es no. Ante la brutalidad agobiante de un estado policial o la sanguinaria persecución de homosexuales relatada por escritores como Virgilio Piñera o Reinaldo Arenas, no hay otra salida que la retórica, igual que aquel ministro que respondió a los reproches de un militar desencantado tras las primeras décadas de Revolución: "Mira, compañero, tienes razón. Mas la que tienes, no es mucha. Y la poca que tienes, no es aplicable en este caso".

Es lo que Slavoj Zizek, un pensador poco sospechoso de revisionismo, ha cifrado en un psicoanálisis lacaniano del nombre del líder supremo: Fidel Castro, es decir, fidelidad a la castración. Quien, lejos de los días salvajes de la esperanza y el habano desafiante en Sierra Maestra, ahora se presenta con un chándal capitalista en lugar de una guerrera. O peor todavía, con una camisa a cuadros y un sombrero de paja, un look de granjero, inquietantemente similar al de Marlon Brando en El padrino poco antes de corretear hacia un ocaso de tomateras y poco después de darle a Michael Corleone los últimos consejos patriarcales.

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