Punto de Fisión

007, licencia para fumar

Para James Bond el homicidio y la fornicación son dos caras de la misma moneda. Medio siglo lleva 007 cepillándose a mujeres y a hombres, a veces con la pistola, a veces con la polla, a veces con las dos, y sucesivas generaciones de espectadores siguen yendo en manada a ver las nuevas entregas del agente británico a pesar de que saben de sobra que son la misma entrega: un asesino violento, cínico, machista y erudito que, para colmo, cae simpático.

De todos los misterios del séptimo arte, James Bond es la cuadratura del círculo. En las 23 películas de la saga no hay que buscar significados ocultos ni medias tintas ni tres pies al gato: sólo chulería y lujo, sexo y crimen, mezclado, no agitado. Nada de amor ni de amistad ni honor ni tonterías. Si hay que matar por la espalda, se mata. Si hay que dejar tirada a una novia, adiós muy buenas. Las mujeres saben que con Bond no pueden aspirar a nada más que a un buen rato y los hombres sueñan con ese estandarte póstumo del imperio británico en perpetuo estado de revista.

A pesar de toda su sofisticación, su Aston Martin, su champagne francés, sus artes marciales y su insoportable sabiduría de listillo, detrás de Bond no hay nada, ni siquiera una oficina, nunca hubo nada más que un cuerpo de gimnasio, un impecable smoking, una pajarita y un cerebro gélido de calculadora. Tal vez el gran hallazgo de la serie sea esa honestidad cristalina: Bond es capitalismo en estado puro, un largo, interminable anuncio de automóviles, putas inverosímiles, cachivaches inútiles y trajes caros envuelto en una inolvidable música de slogan.

James Bond entra en el laboratorio de Q como un niño en unos grandes almacenes, adquiere sin tarjeta de crédito relojes letales, esquíes a reacción, lanzallamas portátiles, bolígrafos explosivos. Ya no fuma cigarrillos porque el tabaco está mal visto: la hipocresía de Bond tocó fondo aquel día en que Pierce Brosnan, ese atildado maniquí de sastrería, anunció que 007 no podía dar mal ejemplo a los niños cuando en realidad quería decir que ya no podía anunciar cigarrillos. Las armas, la tortura, el maltrato y la chulería son las mercancías que siguen a la venta en cada película.

De todos los buenos mozos que han encarnado a Bond con mayor o menor fortuna, Roger Moore fue el único que supo imprimir al agente secreto la dosis de ironía suficiente como para corroer su armadura. Esa media sonrisa de coña con la que subrayaba cada conquista, cada asesinato, cada réplica genial, no era síntoma de mal actor sino todo lo contrario: eran pistas que iba dejando para que supiéramos que él tampoco acababa de creérselo, que Bond no es más que una farsa, una comedia negra donde siempre nos venden la misma moto. Cincuenta años bebiendo el mismo cóctel, matando al mismo idiota, echando el mismo polvo, y ni un gatillazo siquiera. Con licencia para fumar ya sería demasiado.

 

 

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