Punto de Fisión

El Potro de Vallecas

Todos pagamos algo para continuar vivos: la bailarina que ensaya todos los días, el tipo gordo que se pasa toda la mañana sentado frente a una pantalla y respondiendo al teléfono. Ambos saben que algún día tendrán que saldar las cuentas. Pero la gloria de un boxeador es como el fuego de una vela: brilla lo que dura. El apellido se consume con la misma rapidez que la cera, mientras la cara se va llenando de churretes, las cejas, la nariz, la frente, igual que una vela consumida.

Escribí el párrafo anterior unos diez años atrás, en una novela cuyo protagonista era Roberto Esteban, un púgil que fue campeón de Europa de los medios, que estuvo a punto de disputar el título mundial y que acaba en el arroyo recomponiendo los fragmentos de su vida como si recogiera una taza rota. La historia era un epítome de la de tantos otros campeones (Joe Louis, Mike Tyson, Urtain), esa triste leyenda de ciego que viene a sancionar la maldición de haber dado la espalda a la civilización y escogido el camino de los puñetazos, cuando todo el mundo sabe que la civilización consiste en matar con un misil intercontinental o una hipoteca, no en pelear medio desnudo diez asaltos de tres minutos con las manos metidas en guantes de ocho onzas.

Poli Díaz tuvo la mala suerte de triunfar demasiado y demasiado pronto, de ser el joven gladiador de la jet set madrileña a finales de los ochenta, un púgil extraordinario que atesoraba en sus puños la rabia de haber nacido pobre y la España feliz del pelotazo. Poli venía de Vallecas, uno de los peores barrios de Madrid, lo cual quiere decir de los mejores, de donde la gente escapa del destino por puro coraje, por cojones, subiendo peldaño a peldaño la escalera que lleva hasta arriba.

Hizo el viaje de ida y vuelta a la gloria en una sola noche donde se jugó todo a cara o cruz con Pernell Whitaker, el campeón del mundo, un púgil exquisito y espléndido con el que se cruzó en la pelea de su vida, un combate al que Poli llegó mal preparado, no muy en forma y fuera de peso. Whitaker lo humilló en diez asaltos, en un anticipo resumido de la paliza que la vida iba a darle, corregida y aumentada. Pero no fue el boxeo lo que acabó con su carrera, ni la fama insensata y desproporcionada, ni siquiera esas juergas descomunales donde cerraba una discoteca invitando a copas a toda la concurrencia. Fueron sus amigos de una noche, los banqueros, los niños pijos que salían a su lado sólo para sacarse una foto, los que se reían de él sólo porque hablaba con el tabique nasal torcido, ignorando la amistad, la nobleza, el ingenio de aquel tipo que dijo, nada más llegar a Norfolk, lo listos que eran los niños estadounidenses porque todos sabían hablar inglés.

Un día lo vi en mitad de su caída, montando el espectáculo con unos cuantos yonquis en la plaza de Embajadores. Otro día apareció en la carátula de una cinta porno que intentaba brillar sólo con el reclamo de su nombre. Eran las estaciones del viacrucis, las paradas de regreso al barrio, antes de esa penúltima puñalada que le ha llevado al hospital, a una cama donde únicamente lo acompañan su familia y sus amigos diurnos, la gente que no le juzga, que le perdona el fracaso igual que antes le perdonaron el éxito desmedido, el orgullo, el derrumbe. Poli ha escrito con su sangre la metáfora exacta de España, esta plaza de toros humanos, este circo romano que abandona a sus gladiadores cuando vienen mal dadas y a sus héroes cuando ya no lucen en las fotografías.

Urtain se arrojó desde un décimo piso, Tyson berrea canciones como un King Kong huérfano en Las Vegas. A los caballos a los que se les rompía una pata los sacrificaban de un tiro, pero el Potro lleva casi dos décadas arrastrándose sobre su barriga, cayendo y levantándose quizá sólo para recordarnos la dignidad que habita en la derrota, la obstinación de esos juguetes rotos que siguen adelante sin ruedas, la belleza inalterable de un ángel cuando ha perdido hasta la última pluma.

 

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