La Gehena, el infierno de los judíos, es un lugar de castigo donde los condenados se purifican mediante el fuego, el hambre y la sed. El nombre deriva de un valle cercano a Jerusalén aunque en realidad la Gehena ha conocido varias ubicaciones históricas, desde Masada a Auschwitz. La penúltima parada en el horror se llama Gaza, un auténtico purgatorio de última generación donde el hacinamiento, la escasez de agua, alimentos y medicinas convierten el simple hecho de vivir en una atroz y meticulosa tortura para los más de cuatro millones de personas allí confinadas. Para que no falte ninguna referencia mitológica, de vez en cuando el ejército israelí entra a sangre y fuego como si personificara a Moloch, aquella deidad antropófaga a cuya mayor gloria se quemaban niños vivos.
No es necesario recurrir a las numerosas resoluciones de la ONU y ni siquiera a nociones elementales de justicia para comprender que las condiciones de vida a la que están sometidos los palestinos en la Franja de Gaza forman una abominación cuya mera existencia clama al cielo, ya sea el cielo musulmán, hebreo, cristiano o sordo perdido, que por la respuesta es lo más probable. Quienes sufren la agonía diaria de ver su existencia reducida a la de un monstruoso campo de concentración, no tardarán en recurrir a lo que sea para intentar salir de ahí, llámese Hamás o Al Fatah. Los israelíes justifican su barbarie con la excusa del terrorismo pero, injusticias aparte y para no remontarnos al huevo, bastará con recordar que Israel no se fundó precisamente con caramelos y palomas, sino con atentados bestiales, bombazos indiscriminados y masacres en nombre de la libertad, que es como suelen fundarse los estados.
Cuando los niños son entregados a Moloch, cuando se produce una matanza tan cobarde y asimétrica, de inmediato, contra la rabia instintiva, se alza la calculadora de la razón, el runrún de los barquilleros ideológicos y de los mamporreros de verdugos. Ha pasado hace nada (y seguirá pasando) con el eficaz genocidio con que el sátrapa Assad está diezmando a su propio pueblo, una ecuación donde basta sustituir los niños palestinos por niños sirios y se obtiene exactamente el precio de la vergüenza. Los partidarios de Assad demonizan a Estados Unidos con el mismo impudor necio con que los fanáticos de Israel demonizan a Irán, reduciendo así las vidas humanas a casitas de un bonito monopoly geoestratégico.
Entre los amigos de Israel se ha levantado alta y clara la voz de Aznar, ese histórico rebuzno que no pierde ocasión de pisar un charco, generalmente de sangre. Ha dicho que los judíos tienen derecho a defenderse de sus enemigos y no ha dicho nada de los palestinos. Ha felicitado a Israel por la precisión de su infanticidio con la misma celeridad con que envió un telegrama a Putin por lo bien que gestionó la escabechina del teatro Dubrovka. Personalmente siempre me he considerado amigo de los judíos, pero no considero un buen amigo a alguien que le da palmadas a otro en la espalda a sabiendas de que está cometiendo una infamia.
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