Punto de Fisión

Un rey del método

Es una vergüenza que nunca hayan nominado al rey Juan Carlos a un Oscar de Hollywood por su papel del rey Juan Carlos. El rey lleva toda la vida interpretándose a sí mismo en una película de gran presupuesto financiada por todos los españoles donde no faltan chistes, peleas familiares, princesas, tricornios, cuñados de quita y pon, malos de zarzuela y tiros, muchos tiros, como corresponde a un western borbónico. Si Colin Firth ganó un Oscar por su imitación de un monarca tartaja y Helen Mirren otro por su imitación de la reina madre, no se entiende cómo ni siquiera nominan a Juan Carlos de Borbón, que lleva décadas batiendo índices de audiencia en Nochebuena.

El problema, creo yo, es la dichosa escena del discurso, que el rey ha repetido ya unas cuarenta veces y a la que no acaba de pillar el punto. Jorge VI lo clavó a la primera pero contaba con la ventaja de que su discurso se transmitía vía radiofónica y no tenía que preocuparse de dar guapo en cámara. Todas las nochebuenas, los españoles nos agolpamos en masa ante el televisor para ver la enésima toma del discurso monárquico, a ver si por fin sale bien y prosigue la película. Pero nada, no hay manera, el país sigue encallado en el orgullo y la satisfacción igual que Bill Murray en el Día de la Marmota.

Hay gentes desconsideradas a las que les molesta el mensaje navideño, como si fuese obligatorio encender la tele y tragarse las parrafadas de buena voluntad antes de dar cuenta del pavo, los polvorones, Carlos Latre y Miguel Bosé, con lo fácil que es poner buena música. El discurso del rey hay que tomárselo con humor; de hecho es el único humorista que ha sobrevivido a las sucesivas decapitaciones de la televisión pública, desbancando sin mucho esfuerzo a Esteso, a Pajares, a Martes y Trece y a Chiquito de la Calzada.

Lo que pasa es que al rey se le ha ido la mano en la caracterización y se ha metido demasiado a fondo en la piel del personaje, lo mismo que esos actores del método que engordan cuarenta kilos para hacer de gordos o se pasan tres días sin dormir para simular una sesión de tortura. El rey ya no distingue la realidad de la realeza y se pasa el día borboneando por ahí, dando la mano y acudiendo al quirófano, como esos jubilados que colapsan las salas de espera de los ambulatorios. El rey sobreactúa porque se ha hecho un adicto a las cámaras, igual que esos concursantes de Gran Hermano que posan hasta debajo de la ducha.

 

 

 

 

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