Punto de Fisión

Un Nobel breve

Con el Premio Nobel de Literatura a Alice Munro la Academia Sueca ha matado tres o cuatro pájaros de un tiro. Han premiado a una mujer, que ya tocaba; han honrado a Canadá, un país simpático que casi nunca salpica en las noticias; han publicitado a un escritor de verdad, y además, un año más, no se lo dan a Murakami. Aunque la literatura con mayúsculas no debería tener sexo ni color ni banderas, los suecos son muy mirados para estas cosas y procuran ir repartiendo juego, con todas las excepciones que queramos y algunas más. La geografía manda y era muy difícil concedérselo a un japonés después de que el año pasado ganara un chino.

Decía Borges que los académicos suecos fatigan las librerías de Addis Abeba en vez de rastrear las de Londres o París, quizá porque les gusta sorprender al personal. Aunque sólo fuera por su dedicación casi maníaca a la literatura (no digamos ya por el esplendor sinfónico de su fraseo), Borges es uno de los tres o cuatro nombres incontestables del pasado siglo que murió sin el Nobel. Tampoco le hacía falta, ya era lo bastante conocido. En cambio, con Alice Munro la Academia Sueca nos ha hecho un favor inmenso, al menos, a mí y a unos cuantos más que sólo la conocíamos de oídas. Está muy feo eso de dedicarse a emborronar papeles y que el premio Nobel te pille en calzoncillos. Sin embargo, a mí me ha pasado un montón de veces, básicamente por culpa de mi incultura general pero también porque leo lo que no debo: autores muertos, una condición que los hace poco canónicos y poco atractivos a la hora de ir a recoger un galardón a Estocolmo.

Hay también un quinto pájaro al que los suecos han metido una buena perdigonada: con Munro han premiado fundamentalmente el relato corto, un género maldito para los editores y no digamos para los editores españoles. No quiero tirar de wikipedia para comprobar la lista pero sospecho que, Hemingway aparte, no hay muchos cuentistas agraciados con el Nobel. No lo obtuvieron Kafka, ni Chejov, ni London, ni James, ni Chesterton, ni Porter, ni Cheever, ni Monterroso, ni O’Connor, ni Calvino, ni Cortázar, ni Bowles, ni Lem, ni Shalamov, ni, una vez más, Borges (seguro que en esta enumeración, confeccionada al albur de la memoria, se me han escurrido por pura ignorancia unos cuantos apellidos fundamentales de Senegal, de Siria o de Indonesia que harán las delicias de futuras generaciones de lectores). Es algo que hay que agradecer también a los académicos suecos, que si a veces resbalan en la pista de hielo de la geopolítica, muchas veces rescatan géneros prácticamente olvidados, como el teatro o la poesía. Por mucho que los libreros los maldigan cada vez que se les ocurre acordarse de un poeta en lugar de un novelista, porque eso supone vender diez o veinte veces menos. Pero gracias al reclamo de un dinamitero sueco, he buceado en internet y he disfrutado de un par de relatos de Munro de los que te erizan el vello en la nuca. Luego, convenientemente estremecido, me he tomado una copa de whisky y me he fumado un Edmundo de Montecristo a la salud de esa Alicia octogenaria que aún escribe en el país de las maravillas.

 

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