Punto de Fisión

Un lugar para la esperanza

Creo que fue Vicente Aleixandre quien dijo que si algo se puede decir en verso y en prosa, mejor decirlo en prosa. La poesía está para hablar de lo que no se puede hablar de ninguna otra manera. Es el lenguaje elevado a la enésima potencia, la literatura al cuadrado y al cubo. A lo largo de mi vida me he tropezado con unos cuantos poetas de verdad, tampoco muchos, y de unos pocos (Alvaro Muñoz Robledano, Jesús Urceloy, Juan Manuel Navas, Agustín Fernández Mallo) además puedo decir que son grandes amigos. El último descubrimiento de esta especie siempre en peligro de extinción (ambas especies: poetas y amigos) ha sido María Alcocer, una hematóloga que trabaja en un hospital de Cuenca, una especie de ángel de la guarda con bata blanca.

Hoy, por justicia, hablo del bien en lugar del mal, del amor en lugar del odio. No de gente importante sino de gente imprescindible. De los que se dedican a salvar vidas en lugar de a joderlas. María se pasa la vida atendiendo pacientes y oteando al demonio por el microscopio. Es muy buena en lo suyo, aun diría más, el mejor médico con el que me he tropezado en la vida, y sé algo de esto, que para algo soy hipocondríaco aficionado y he conocido unos cuantos. María está ahí como el capitán Miller en Salvar al soldado Ryan: aunque le cueste diezmar su pelotón no va a dejar ni una puta ametralladora en manos del enemigo. A un amigo común al que despacharon en urgencias con una palmadita en la espalda, María le diagnosticó un tumor de vejiga sin más indicaciones que los síntomas que yo le describí por vía interpuesta. El caso se saldó con una simple intervención y un seguimiento pero, de no ser por ella, hoy la cosa ya andaría en metástasis y en palabras mayores.

Hablando de palabras mayores, a María no le basta con salvar vidas sino que de vez en cuando el cuerpo le pide la parada, la contemplación, el recogimiento, y entonces se saca de la bata un poemario como el que acaba de publicar en Vitruvio, El largo camino del encuentro, un texto que leo y que releo en busca de sus claves ocultas, de sus resonancias, y que me sorprende cada vez con una luz distinta. Por ejemplo, estos versos:

 

Cuando llegamos al mundo de los muertos,

los que aún existían,

estaban enroscados en su hambre de tierra.

 

No estoy seguro (ni creo que ella tampoco) si se refieren al pueblo de La Mancha donde sufrió su infancia, a un sencillo cementerio de pueblo o a los muertos que aún esperan en las cunetas desde la guerra civil. Esas dos comas, tal vez innecesarias, impulsan la frase con su tristeza rítmica y su maravillosa y límpida ambigüedad. Por eso, en estas noches en que miro alrededor y no veo en el horizonte más que la mentira y la vesania, un futuro erizado de banqueros, de extorsión, de cinismo, de ministros y de infantas, entonces abro el poema de María y leo despacio un par de páginas como si me untara una pomada contra el dolor. Esas noches me digo que quizá no esté todo perdido. Y pienso en mi amiga, defendiéndose del frío junto a su hijo, sus perros y sus gatos, y caigo en la cuenta de que un país que ha dado a María Alcocer es todavía un lugar para la esperanza.

 

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