Punto de Fisión

Fernando Argenta

Fernando Argenta era un señor amable, feliz, juguetón y casi secreto que se dedicaba a hablar por la radio y por la tele de un tema prácticamente tabú en España: la música clásica. Se equivocó de país, claro, porque si hubiera dedicado su vida a hablar de toros o de fútbol con la misma pasión efervescente que ponía en hablar de Beethoven y de Tchaikovsky, probablemente, ante la noticia de su muerte, España entera estaría conmocionada. No es así porque éste es un país fundamentalmente sordo, un descampado para futbolistas, toreros, legionarios y tonadilleras. Si acaso, y sin que se sepa muy bien por qué, brotan con cierta facilidad lienzos y sonetos, pero apenas si crecen corcheas, y la asignatura de música, al menos en mis tiempos, consistía en llenar minuciosamente de babas una flauta. Luego, un día, como por milagro, ibas al Teatro Real de Madrid y veías algo extraño en el edificio hasta que alguien te explicaba que tenía la forma exacta de un ataúd y entonces lo comprendías todo.

A Fernando la pasión por la música le venía de su padre, Ataulfo Argenta, el director de orquesta más grande que haya dado España. Un día contó en la radio cómo su padre dirigió un concierto al que asistió nada menos que el Caudillo (seguramente para echarse una siesta) y al acabar, cuando fue a saludarle al palco, el Caudillo lo felicitó y le dijo que le daba mucha envidia cómo ochenta y siete personas le obedecían al instante con sólo mover un palito. Como no acababa de dormirse, se entretuvo contando a los miembros de la orquesta uno por uno.

Ataulfo Argenta también murió muy joven, mucho más joven que su hijo, al poco de empezar sus primeros éxitos internacionales. He ahí una desgracia que suele repetirse en muchos grandes músicos españoles, desde Arriaga, nuestro pequeño Mozart, que apenas tuvo tiempo de alzar el vuelo, hasta Granados, que murió en un barco británico torpedeado por un submarino alemán justo cuando volvía de triunfar en las Américas. Es como una maldición sembrada en nuestras tierras por alguna musa griega, una musa imprudente que gastó todas las semillas en Francia, Rusia, Austria y Alemania. "No te molestes, querida. Esta es una tierra de pachanga. Con unos pasodobles y unas sevillanas éstos van que chutan".

Contra esa maldición secular de la sordera patria y ese destino trunco de la mala suerte que le venía marcado por línea paterna luchó toda su vida Fernando Argenta a golpe de micrófono. Lo hizo con mucho humor, con mucha alegría, quitándole la seriedad, el frac y el luto a esa cosa pomposa llamada música clásica, hablando de tú a los compositores, narrando curiosidades y anécdotas, destripando las sinfonías para que les perdiéramos el miedo y viéramos cómo estaban hechas. Recuerdo aquellos programas de Clásicos Populares en que llamaba a Bach, "el Viejo Peluca", y a Schubert, "nuestro Querido Esponjita", y de pronto los niños que habíamos crecido con aquel enorme vacío sonoro en nuestros planes de estudios empezábamos a vislumbrar lo fácil que era rellenar el hueco. No teníamos más que sintonizar Radio 2 y ahí estaban José Luis Pérez de Arteaga, con su inconfundible voz saltarina, y Fernando Argenta, a quien se le transparentaba en las ondas la sonrisa, junto a otro montón de sabios y locutores que trabajaban mucho y bien en lo que por aquel entonces era un incomparable servicio público. Allí descubrí yo, entre otras muchas maravillas, la Sinfonietta de Leos Janacek y las Metamorfosis para cuerda de Richard Strauss, el piano de Glenn Gould y el violín de Yehudi Menuhin. Pero Fernando se especializó en los niños, el público más difícil y exigente, hacía concursos entre la audiencia para ver cuál era el adagio más triste de todos los tiempos (ganaba siempre, de calle, el Adagio de Albinoni) y siempre lograba transmitir ese entusiasmo, esa electricidad, esa simpatía que sólo desprenden los grandes profesores. Con él hemos perdido algo más que una voz: otra cuerda rota en el piano triste y desafinado de la música española. Ese violín con forma de ataúd donde  resuena, cada vez más honda y más perfecta, la sordera.

 

 

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