Punto de Fisión

Capacitados

Los términos para referirse a ellos siempre han sido insultantes, por mucha corrección política que queramos echarle. Más que nada porque, para empezar, no hay ninguna diferencia entre "ellos" y "nosotros". A lo largo de la historia los hemos llamado de muchas formas y ninguna buena: tontos, subnormales, anormales, deficientes mentales, discapacitados psíquicos. Durante milenios los hemos escondido en sótanos, encerrado en agujeros, los hemos masacrado, los hemos apartado, discriminado y marginado. Corre la leyenda negra de que algunas etnias los matan nada más nacer y luego se deshacen de los cuerpos dándoselos de comer a los animales. En la Galicia profunda los llamaban "parvos" y Cela contaba (con esa frialdad quirúrgica y bestial de su prosa que en realidad disimula una terrible ternura) la historia de uno al que encerraron quince años en un baúl y cuando lo sacaron parecía "una araña enorme y peluda", y la de otro al que, al comienzo de la guerra civil, lo fusilaban de mentira para ir haciéndose la mano pero él se moría de verdad porque "como era parvo".

La verdad es que nosotros, los denominados "normales", les hemos declarado una guerra abierta, espoleados por el odio y el miedo, pero también por la caridad y la compasión. Únicamente porque sufren una enfermedad, porque cuentan con un cromosoma repetido, porque son lentos, porque son distintos, porque nacen con el rostro achinado, porque viven en un mundo silencioso, profundo y lejano. Deberíamos haberles ayudado a caminar codo con codo pero durante siglos no hemos hecho otra cosa más que zancadillearlos, maltratarlos y humillarlos, les hemos pegado y azotado, los hemos exiliado de la familia humana. Entre los urcas, los fieros criminales siberianos de la Transnitria, a los niños que nacen así se les llama "ángeles", la comunidad entera los protege y pobre del que intente ponerles la mano encima.

Ahora están empezando a despertar, llevan décadas haciéndolo, mostrando que no necesitan nuestra lástima ni nuestra caridad sino sólo nuestra ayuda. La Fundación Carmen Pardo-Valcarce, en las afueras de Madrid, es uno de los pocos centros donde les enseñan a valerse por sí mismos y a encontrar un lugar en la sociedad. Lo sé porque allí trabajan mis cuñadas Begoña y Sonia y mi cuñado Carlos, y de vez en cuando contemplo los esfuerzos inmensos de su trabajo, la satisfacción de hacer lo correcto, la lucha contra una miríada de prejucios y terrores milenarios. Los mismos a los que ha tenido que hacer frente Pablo Pineda, un malagueño que es actor, escritor, consultor externo de la Fundación Addeco y el primer licenciado europeo con síndrome de Down pero que no puede trabajar en su especialidad porque la sociedad sólo ve en él un síndrome de Down, un fenómeno de circo, un superdotado en lugar de un hombre normal, autónomo y completo. Su pelea porque los consideremos nada más y nada menos que seres humanos no es muy distinta a la que en su día libraron (y por desgracia siguen librando) los judíos, las mujeres, los negros y los homosexuales.

En un libro bellísimo por muchas razones, Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson, hay una página resplandeciente donde se cuenta la historia de un fósil de veinte mil años de antigüedad encontrado en unas excavaciones en África oriental. Los huesos pertenecen a una antropoide hembra y tienen unas extrañas malformaciones, signo de una grave enfermedad degenerativa. Los antropólogos consultaron con especialistas médicos que dataron la fecha de la muerte a los diecisiete o dieciocho años, lo que les extrañó porque la enfermedad estaba muy avanzada. Significaba que debía hacer lo menos un lustro que aquella pobre hembra de los albores de la especie humana no podía levantarse ni dar un paso ella sola. Significaba que durante varios años, los últimos de su vida, la tribu la había ayudado a caminar, la había llevado consigo, alimentado, cuidado y protegido hasta que le llegó la hora. Significaba que en algún momento de la evolución equivocamos el camino.

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