Punto de Fisión

Manu en la paz y en la guerra

Aunque no lo conocí tanto como yo hubiera querido, sé que a Manu le hubiera jodido hoy verse en titulares, no ya por haberse muerto, sino porque no le gustaba molestar a nadie y menos aún ser el centro de la noticia. Su gran talento como periodista consistía en su habilidad para apartarse de la escena y dejar hablar a los que tenían algo que decir, prestar su voz a quienes se la habían quitado, escribir en nombre de los desheredados y las víctimas anónimas de la historia. En eso algo tuvo que ver su curiosidad omnívora y su rabia contra la injusticia, porque pasó de puntillas por todas las mayúsculas bélicas de aquellos años: Argel, India, Pakistán, Vietnam, Afganistán, El Líbano, Nicaragua. Donde quiera que hubiera tiros perdidos y muertos sin responso, allá iba Manu parapetado tras su sombrero.

Me van a perdonar que me copie a mí mismo, pero no sabría cómo decirlo de otra forma, y sigo manteniendo palabra por palabra lo mismo que escribí en aquel retrato que le hice para El Mundo y que salió publicado en mi libro Bellas y bestias:

A pesar de los años que hace que no ejerce de corresponsal de guerra, la ropa le sigue oliendo a pólvora, un aroma frágil y taciturno, de campos de batalla al atardecer, fusiles humeantes, héroes y armónicas. Todo en él destila un aire de general sudista: los ojos alegres y bondadosos, las cejas en campaña, el pelo al galope, la barba canosa y desaliñada, como quien ha apartado al barbero al comienzo de la escaramuza y se ha limpiado con el primer mandil a mano antes de reclamar el caballo y ponerse a impartir órdenes. Pero el caballo no está y el aspecto campechano y viril de su figura, a veces solemnizada por el bastón y el sombrero, revela el secreto íntimo del general a quien no le gusta mandar ni llevar uniforme. Ni mucho menos la guerra.

Lo escribí poco después de ir a visitarlo a Brihuega, en esa casa solariega al borde de La Alcarria en una calle a la que pusieron su nombre. Fui con mi gran amigo, el poeta Juan Manuel Navas, hace muchos años ya, lo menos diez o doce, y Manu ya estaba enfermo, pero lo mismo salió a recibirnos a las once de la mañana con un gran abrazo de paz y una botella de vino que se fue trasvasando de una botella a otra y de un abrazo al siguiente hasta las doce de la noche. Ni me acuerdo muy bien de qué hablamos allí, a la sombra de los árboles, probablemente de libros, de amigos y de viajes, pero nunca olvidaré la felicidad de estar con alguien que disfrutaba de cada minuto de existencia como de un regalo imposible, alguien que encarnaba la sabiduría esencial de aquella frase que decía una anciana italiana en una película de Ettore Scola: "La vida ama al que la ama". Precisamente La felicidad de la tierra es el título de uno de sus mejores libros, quizá el único en que aprendió a estarse quieto.

No sé si era así de fábrica o porque había visto muchas guerras, muchos tiros, mucha estupidez y mucha muerte. Ya había hecho la mili cien veces, pero quería regresar a Afganistán ya jubilado para contarnos la revancha de Bush, después de que tiraran abajo las Torres Gemelas. Ningún periódico, ningún medio quiso financiarle, y tuvo que pagarse un vuelo de su propio bolsillo a Tanzania donde intentó tomar un barco que lo llevara hasta allí, pero nadie quiso arriesgarse a subir a aquel viejo loco y maravilloso que pretendía informar de los primeros bombardeos americanos cubriéndose sólo con su sombrero y su lápiz.

Un día, allá por el año 2000, Manu me llamó un día por teléfono a Altair, la librería de viajes donde yo trabajaba, para decirme que se había leído un libro mío y preguntarme si quería escribir columnas de opinión para su agencia Fax Press. Aquí sigo desde entonces, como tantos otros plumíferos, redactores y periodistas a los que contagió el entusiasmo por este oficio perdido del cual era el último mohicano. Por Altair también pasaba a menudo otro viajero y escritor excepcional, Javier Reverte, que era amigo íntimo suyo, y de vez en cuando le preguntaba a Javier por las idas y venidas de Manu, los inviernos que compartían en Garrucha, sus partidas de cartas, sus amigos pescadores, la barca que habían comprado juntos y a la que llamaron "Vagabundo", como uno de los libros de Javier, porque tenían que ponerle un nombre tan aventurero y nómada como ellos mismos. Pero en verano Manu huía del calor y de la costa almeriense y regresaba a La Alcarria, a su refugio de Brihuega, entre ocas y perros, buscando la vegetación abigarrada de su biblioteca y el aire fresco del norte.

Con la muerte de Manu Leguineche hemos perdido al mejor corresponsal de guerra que haya dado este país, al mejor reportero, tal vez al último, un hombre bueno y sabio que escribió, creo que en El camino más corto, que dar la vuelta al mundo era la forma más rápida de conocerse a uno mismo. Seguro que a estas horas ya le está haciendo la primera entrevista a toda página a la muerte.

 

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