Punto de Fisión

Adiós a Altair

Me ha apenado mucho enterarme del inminente cierre de Altair, la mejor librería de viajes de Madrid. Todavía recuerdo el trajín fenomenal de colocar las estanterías, ordenar todos los libros, la emoción del primer día, el primer cliente y la primera venta, hace diecisiete años ya. Mi vida cambió aquella tarde en que entré para hacer la entrevista de trabajo y vi a Norberto y a Rafael colocando un enorme mapa del mundo centrado en el Pacífico, con la Península Ibérica arrinconada en una de las esquinas y Europa partida en dos. Me pareció una buena metáfora de algo, aunque todavía no sabía de qué.

Trabajé en Altair durante casi una década; allí descubrí infinidad de lecturas, me forjé como escritor e hice amigos inolvidables. Recuerdo a mis compañeros, a Norberto, con el que aprendí casi todo lo que sé sobre el negocio de las librerías; a Rafael, que ya había viajado por medio mundo y con el que unos años más tarde escribiría Los huesos de Mallory; a Pilar, que siempre cuidaba la sección de África como si pudiera salvarla de los horrores de mundo. Recuerdo también a los compañeros que llegaron luego, a César, a Lourdes, a Raquel, a Javi, a Karin. Y a los últimos de Filipinas: Oscar, Gonzalo, Iruña, Javier. Por favor, perdonadme si me dejo a alguno o a alguna: no iba ya con tanta frecuencia como debería.

Recuerdo a algunos clientes que se metieron un día en la librería y acabaron metidos en mi alma para toda la vida: a Juanjo Aranda, el mejor dentista de Madrid; a Manolo Abia, que maquetó mis primeros escritos; a Alfredo, siempre con una sonrisa que iluminaba toda la calle; a Elena Rodríguez, azafata de Iberia, que se llevaba los libros por carretillas; a Carlos Fernández, enamorado de la India y que regala libros como los árboles dan frutos; a Peter, que exageraba un poco su acento para reírse de mi ignorancia supina del inglés. Recuerdo a Javier Reverte, que entró un día buscando una guía de algún lugar remoto, y a Sebastián Alvaro, a quien le pregunté un día por el Nanga Parbat sin saber que acabaría en el equipo de Al filo de lo imposible escribiendo guiones de documentales. Todavía hoy sigo hablando con todos ellos: de libros, de amigos, de montañas, de viajes.

Ya sé que hay muchas librerías que cierran, pero eso no me consuela, al contrario. Ya sé que cada negocio que se va a pique significa un puñado de gente que pierde pie, pero me parece increíble que una ciudad del tamaño de Madrid se permita el lujo de prescindir de una librería como Altair, un lugar que era (con qué tristeza escribo este pretérito imperfecto) más que una librería: un centro de peregrinaje, un lugar de reunión, una asamblea de deseos, anhelos y esperanzas. Recuerdo también a las novias perdidas, a los amigos perdidos, aquella llamada intempestiva de Manu Leguineche que había leído mi primera novela y me decía si quería escribir artículos de su opinión para su agencia Fax Press. Recuerdo el almacén donde, cada noche, después de cerrar, me encerré a escribir durante meses y meses una novela que transcurría entre las nieves del Himalaya y el hielo roto de mi corazón. Altair, que es el nombre de una estrella, nos ha guiado a muchos en la felicidad de los viajes, la emoción de los descubrimientos, las páginas de tinta, la noche ciega y terca del mundo. Para nosotros Altair siempre será esa estrella que, aunque haya muerto, aún nos envía su luz.

 

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