Punto de Fisión

El precio del arte

A priori nada me apetecía más que ver compartir encuadre a dos de mis actores favoritos, el gran Bill Murray y el inmenso (en todos los sentidos) John Goodman. Dirigida por George Clooney, Monuments Men, cuenta la historia del batallón de expertos que el ejército estadounidense entrenó para rescatar las obras de arte robadas por los nazis. Dentro de la destrucción general de la guerra, un grupo de historiadores y conservadores de museos luchan para evitar la aniquilación y el saqueo de varios milenios de cultura, y en principio no tengo nada que objetar a tan loable propósito salvo esta frase promocional que despliega uno de los protagonistas y que expresa sin tapujos la falacia del arte:

Pueden exterminar a toda una generación, arrasar sus casas y aun así el pueblo se repondría. Pero si destruyen sus logros, si destruyen su historia, es como si nunca hubiera existido.

Este razonamiento, empapado de platonismo, es cierto siempre y cuando uno considere reales entelequias como "el pueblo" y "la historia". Y, como razonamiento, no es muy distinto de aquel que, según la leyenda, expresó Napoleón al pasear por un campo de batalla sembrado de miles de cadáveres: "Esto lo repone una noche de amor en París". Al reducir, como lo hacía Napoleón, millares de seres humanos a una mera carga de material genético, podemos considerar que sí, claro, que el pueblo se repondría. Habría que preguntar entonces a George Clooney, en cuántas vidas humanas valora un lienzo de Monet o una estatua griega. ¿A cuántos hombres, mujeres y niños equivale un Picasso? ¿Y las vidas de quiénes?

La pregunta no es baladí y el ejército aliado la respondió suficientemente en los meses finales de la guerra en Europa. Mientras destinaron un considerable esfuerzo para salvar las obras maestras del impresionismo francés y los incalculables tesoros robados a griegos, italianos y polacos, no movieron ni un dedo para detener, ni siquiera para entorpecer, la formidable maquinaria de destrucción del Holocausto. Bastaría con que a comienzos de 1944 hubieran bombardeado las líneas férreas que comunicaban el campo de exterminio de Auschwitz y muy probablemente se habrían salvado las vidas de cientos de miles de judíos húngaros. En los días anteriores a que el ejército soviético liberase Auschwitz, las cámaras de gas y los hornos devoraban diariamente miles y miles de seres humanos. Y las autoridades aliadas estaban al tanto del proyecto de la Solución Final desde mucho antes, sólo que las vidas de millones de judíos, gitanos, homosexuales, prisioneros de guerra, comunistas, disidentes políticos y enfermos mentales no eran una prioridad en sus objetivos. Incluso hasta el último minuto de la guerra desperdiciaron explosivos en acciones tan absurdas e indiscriminadas como el infame bombardeo de Dresde, una masacre del rango de Hiroshima y sin contar con la excusa de una defensa encarnizada.

En el documental Shoah de Claude Lanzmann (probablemente el conjunto de testimonios más impresionante jamás filmado) puede verse la entrevista a uno de los correos polacos que visitó el gueto de Varsovia, caminó entre cadáveres, contempló el infierno con sus ojos y luego voló a contar la verdad a los líderes judíos del mundo libre y a los mandos aliados. Nadie le hizo ningún caso.

No, señor Clooney, lamento decirle que ningún pueblo se ha repuesto jamás del exterminio de una generación, ningún niño ha renacido, ningún muerto ha vuelto de la tumba a por otra oportunidad. Y en cuanto al Holocausto, seguiremos llevando la mancha de esa matanza por los siglos de los siglos y, la verdad, no ayuda mucho en el balance saber que unos cuantos hombres de buena voluntad se dedicaron a rescatar cuadros y estatuas mientras otros fabricaban lámparas con piel humana.

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