Punto de Fisión

Gloria a Paco de Lucía

La última vez que escribí sobre Paco de Lucía, va ya para nueve años, pasé el mal trago de que un periodista me diera un pescozón de su parte, porque al parecer no le había gustado nada que yo dijera cosas como que "no sonríe nunca o casi nunca; en las fotos, en los conciertos, suele aparecer serio, tenso, como si asistiera a su propio funeral". O que "mete las manos en el hoyo negro de la muerte para intentar sacar pedazos de vida, tiras de aire caliente, cucharadas de sopa, cascos de caballos".

A pesar de todo, a mí la seriedad de Paco me resultaba un hecho tan irrefutable como la luna; me recordaba aquella frase que escribió un crítico de jazz sobre John Coltrane, que no podía recordar una sola fotografía donde el gran saxofonista apareciera sonriendo. Como Coltrane, como Mahler, Paco de Lucía era un músico siempre en la cúspide de su genio, siempre a la altura de su leyenda, alguien que no podía olvidar el laberinto de las seis cuerdas ni siquiera durmiendo.

Es cierto que hay imágenes de Paco sonriendo, entre amigos, al borde del mar, en ese paraíso de la costa de México donde iba a descansar, a bucear y a disfrutar de la vida, y donde su corazón ha dicho basta. Pero cuando subía al escenario siempre le acompañaba un rictus grave, como el de un niño presentándose por enésima vez a un examen. El mismo dijo en una entrevista que le gustaría relajarse tocando como los guitarristas brasileños pero no podía hacerlo porque "la guitarra flamenca es una hija de puta". Tengo para mí que ese infarto que se ha llevado a Paco, tan a traición, tan pronto, es el precio por tantas horas de esfuerzo, de tensión, de sudor, de fatiga y de música.

Mark Knopfler dijo que descubrió que no sabía tocar la guitarra el día en que oyó tocar a Paco. Pat Metheny especificó, en una metáfora bien yanqui, que la diferencia entre los dos era que Paco era Michael Jordan y que él a veces encestaba de tres puntos. Fue una inmensa lástima que nunca llegaran a colaborar juntos porque Metheny era, tal vez, el único guitarrista vivo a su altura. Tal vez con él, Paco podía haber resucitado el lujo de aquel trío fabuloso con Al Di Meola y John McLaughlin, esos conciertos donde tuvo que aprender de golpe y por puro instinto las escalas de jazz que son el pan nuestro de cada día en las improvisaciones, aunque lo que ninguno de sus dos compadres alcanzó nunca a comprender (yo creo que nadie puede) es qué cojones hacía Paco con su mano derecha cuando se ponía a acompañarlos, esa tormenta de uñas, esa lluvia de ausencias.

Sin embargo, quedarse con la idea de que ha muerto un guitarrista único (probablemente el mayor solista de guitarra desde Django Reinhardt) es quedarse sólo a las puertas de su talento, porque Paco era mucho más que un virtuoso de la técnica y algo más que el hombre que cambió de abajo arriba el flamenco. Era nuestro músico más universal, el mayor embajador de la música española desde que desapareció Joaquín Rodrigo, con cuyo Concierto de Aranjuez se atrevió en un disco que algunos críticos menospreciaron sin entender que lo que intentaba Paco, en principio, estaba tan lejos de sus posibilidades como si Narciso Yepes se hubiera puesto a acompañar a Camarón. Y sin embargo, Paco logró que al Adagio más hermoso del siglo XX lo bañara por primera vez el sol de Andalucía.

Que acompañara a Camarón durante tantos años no fue una casualidad sino más bien un milagro: juntos ensancharon las fronteras del flamenco hasta lugares insospechados, una empresa donde fracasaron músicos de la talla de Miles Davis, Chick Corea o el propio John Coltrane, quizá porque era un trabajo para hacer de dentro afuera, escarbando de las raíces a las ramas. Sin Camarón, Paco se quedó un poco huérfano, un poco sin su hermano, la voz que llegaba donde nadie más podía y que le obligaba a ir donde nadie más había estado. Aun así, en lentas arremetidas, a través de varios discos excepcionales (su discografía es, como dijo Félix Grande, la mayor cordillera del flamenco, y Siroco y Luzia los Himalayas) siguió escarbando en el misterio, metiendo los dedos a puñados en ese pozo negro de la guitarra donde hoy sólo hay silencio y llanto.

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