Punto de Fisión

Ucrania ante su abismo

Desde que al imperio otomano se le fundieron los plomos, Ucrania es una apetecible loncha de jamón entre las sendas rebanadas de pan de oriente y occidente. Medio polacos y medio rusos, medio turcos y medio cosacos, a los ucranianos no les tocó la lotería geográfica que ganamos los españoles al encontrarnos relativamente aislados entre el mar y los Pirineos (el problema en la Península Ibérica lo tuvieron siempre quienes no se sentían españoles, empezando por los portugueses, y algunos todavía lo siguen teniendo). Al igual que Polonia, Ucrania siempre ha sido una tierra de paso, un histórico tablero de ajedrez por donde cruzan ejércitos, caballos, tanques y gaseoductos.

Basta ver lo mal que les fue el reparto de cartas durante el pasado siglo (el Holomodor, la monumental hambruna provocada por Stalin, la breve y lamentable alianza con los nazis, el largo invierno bajo la maternal sombra de la URSS), para comprender que son un pueblo con muy mala suerte. Fue en medio de Ucrania donde estalló el tercer reactor de Chernobyl, cuya gestión criminal supuso el último tropezón del imperio soviético tras los sucesivos desastres de la invasión de Afganistán y la creación de Solidarnosc en Polonia. Ucrania es un país donde suele acabarse el mundo, igual que el mar pone punto final en el Mar Negro.

Por eso no es cosa de risa la guerra civil que está a punto de desencadenarse en Kiev, aunque el modo en que están mediando en el conflicto tanto Rusia como Estados Unidos y la Unión Europea, más que de risa, es de juzgado de guardia. El gobierno corrupto de Yanukovich y una capital levantada en armas han sido la pista de baile donde puede levantarse la momia de la guerra fría a esbozar un vals borracho y sanguinario. Resulta como poco paradójico que, por una vez, sean los bárbaros rusos quienes defiendan el orden establecido, apoyando a un presidente electo por nocivo que resulte y prefiriendo aguardar a las próximas elecciones, para las que quedan menos de un año. No menos paradójico que sean Merkel, Hollande y demás autoridades supuestamente democráticas quienes reclamen la cabeza de Yanukovich y proclamen la legitimidad de una revolución callejera calentada por microondas. Habría que ver lo que harían estos adalides del pueblo si fuese su propio pueblo el que se echara en armas por las calles, aunque me parece que ya hemos visto bastante en Madrid y en Hamburgo.

La oposición a Yakunovich, encabezada por oligarcas como Yulia Timoshenko o Piotr Paronsenkho, ha demostrado en suficientes ocasiones ser no menos corrupta e ineficiente que el presidente hoy en caza y captura. El problema es que no es sólo el pueblo pacífico el que se ha echado a la calle: entre sus filas hay hordas de mercenarios financiados con dólares y euros, por no hablar de grupos ultranacionalistas armados hasta los dientes. Con los tanques rusos a punto de entrar en juego, Ucrania es básicamente un galimatías en cirílico, un polvorín a punto de estallar donde quien va a salir perdiendo, seguro, es el pueblo; donde quienes van a ganar son los oligarcas de uno u otro bando; y donde Europa ha dejado claro una vez más que, como decían Les Luthiers, la paz está en Bolivia.

 

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