Punto de Fisión

Tiempo de encierro

Voy a intentar reescribir de memoria la advertencia colocada al frente de la monumental Palinuro de México, de Fernando del Paso, una auténtica declaración de principios de la que lo menos que se puede decir es que está a la altura de la novela que preludia. Dice más o menos así: "Esta es una obra de ficción. La razón por la cual algunos de sus personajes parecen personas de la vida real es la misma por la cual algunas personas de la vida real parecen personajes de novela. Nadie, por tanto, tiene derecho a sentirse incluido en este libro. Nadie, tampoco, a sentirse excluido".

Me ha venido a la cabeza mientras leía Tiempo de encierro, de Doménico Chiappe, una novela donde el escritor peruano narra la crónica real de un desahucio utilizando tanto materiales reales como procedimientos de ficción. A veces la ficción se queda corta para explicar lo que sucede en el mundo y entonces hay que echar mano de la realidad. Eso es porque, como ya advirtiera Cervantes, la realidad juega con ventaja y puede permitirse lujos con los que no se atrevería ni el más bizarro de los poetas de manicomio. Como explica una nota final en la novela, la misma justicia que en varios años apenas ha podido imputar a veinte acusados de corrupción entre la interminable marea de podredumbre que nos asola (desde Urdangarín hasta el penúltimo chorizo banquero, pasando por políticos y sindicalistas), ejecutó, sólo entre marzo y noviembre de 2012, más de setenta mil desahucios por impago de hipoteca o alquiler, la mayoría de ellos en un plazo no superior a diez días. Unos 260 desahucios al día, que ya es correr, dada la velocidad de tortuga que lleva la justicia española. Ejecución, en efecto, es la palabra exacta.

La nota prosigue con una información aclaratoria digna de una pesadilla de Kafka: en ese mismo período "se destinó un préstamo de 40.000 millones de euros para evitar la quiebra de las instituciones financieras y permanecieron deshabitadas cerca de 6 millones de viviendas que pertenecen a los bancos". Creo que no se puede añadir mucho más a esto. Al menos palabras. La única respuesta sensata sería la de aquel granjero de Las uvas de la ira que, cuando ve el tractor que viene a tirarle abajo su casa, apunta a la cabeza del conductor y el conductor replica que así no va a conseguir nada, que el banco enviará otro tractor esta vez escoltado por la policía. El granjero le pregunta que dónde está el responsable, el tipo que maneja los hilos; el conductor se encoge de hombros y le dice que en una oficina, muy lejos, probablemente en otro estado. El granjero escupe su impotencia en una pregunta rabiosa que ahora es también la nuestra: "Bueno, a quién hay que matar".

Antes que coger la escopeta o el cóctel molotov (deportes para los cuales no todos estamos capacitados, pero que cada vez cuentan con más entusiastas), Doménico Chiappe ha preferido escribir una novela, que a veces es la única arma de la que dispone un escritor, la misma que usaron con mayor o menor fortuna John Steinbeck en Las uvas de la ira, George Orwell en 1984, Jorge Icaza en Huasipungo o Armando López Salinas en La mina. (López Salinas, que murió hace menos de un mes en el mismo silencio perfecto con que enterraron sus libros). Una mujer encinta que decide resistir los nueves meses de gestación antes de que la justicia ejecute un aborto perfectamente legal, como fueron legales el apartheid, los campos de concentración y el Gulag.

 

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