Punto de Fisión

Yo nunca conocí a Gabo

A estas alturas, el desparrame funerario por García Márquez está alcanzando proporciones macondescas. Una vez le preguntaron a Truman Capote cuántos escritores aumentarían su popularidad si se murieran de repente y contestó: "Todos". La excepción, como siempre, es el autor colombiano, que de repente está consiguiendo que le lean menos y le escriban más, para chinchar al coronel aquel a quien no le quedó más remedio que ponerse a dieta de mierda. El día de su muerte lo han recordado hasta Jiménez Losantos, que dice que no le gustaba gran cosa y que su popularidad le venía de su amistad con Fidel Castro; y Gallardón, que debe ser el único lector de la novela que no se ha enterado todavía de que Aureliano Buendía no fue a conocer la nieve sino el hielo. Viendo cómo dejó Madrid después de su desastrosa temporada de alcalde, no está claro si su personaje favorito es el huracán o la compañía bananera.

En el rutinario despliegue de lágrimas de cocodrilo que acompaña la caída de un gigante de las letras, la hipocresía es lo de menos. Un locutor de televisión, en un prodigioso alarde de solidaridad, llegó a decir que el primer párrafo de Cien años de soledad se le ocurrió a García Márquez "de pronto, sin pensar". De pronto, sin pensar, todos los políticos, desde Alfredo a Mariano pasando por quien quieras, se han convertido en fans quinceañeras que llevan una carpeta forrada con fotos suyas. Aparte de esa ingente cantidad de admiradores repentinos, la muerte de García Márquez ha inspirado así mismo una enorme familiaridad con el escritor. Todo el mundo lo conocía, tomaba copas con él y lo llamaban Gabo. Gabo, dicen: lo mismo se están confundiendo con alguno de los payasos de la tele. A mí, que nunca le estreché la mano, me pasa con él lo mismo que le pasaba a Al Pacino con el Jack Daniels, que lo llamaba señor John aunque lo llevaba bebiendo desde que tenía uso de razón porque le guardaba muchísimo respeto.

Para variar, entre otras sinceras despedidas, la anécdota más hermosa en estos días de bombo y requiem se la he leído a Juancho Armas Marcelo, que contaba cómo un amigo íntimo fue a visitarlo en esos últimos años en que ya estaba devastado por el alzheimer como Macondo por la plaga de la desmemoria. Su esposa, Mercedes, tuvo que salir a un recado y los dejó solos. Entonces se quedaron los dos una hora sin cruzar palabra, estudiándose en silencio, hasta que al final García Márquez esbozó una sonrisa juvenil y dijo: "No sé quién eres, pero sé que te quiero mucho".

No, nunca lo conocí, aunque estuve a punto de cruzarme con él un par de veces. La última fue en el restaurante Viridiana, donde García Márquez solía ir a comer casi siempre que aterrizaba en Madrid porque mi compadre Abraham García era de los pocos capaces de traerle en una sola cucharada el Caribe. Una tarde me llamó Abraham, que es una especie de Melquíades culinario, y me dijo que me diese prisa, que García Márquez venía a cenar. Lo sopesé unos minutos pero al final no me atreví, pensé que no iba a hacer otra cosa que molestarlo. La misma timidez reverencial me asaltó una mañana en la Feria del Libro con Torrente Ballester, al que vi aburriéndose en una caseta como una tortuga en el terrario, y no me alcanzó el valor para decirle siquiera cuánto disfrutaba con sus libros. Todavía me arrepiento. El propio García Márquez contaba que una vez se había encontrado con Hemingway en una calle de París y tampoco tuvo narices para ir a saludarlo, así que se limitó a hacer bocina con las manos y gritar: "¡Maestroooo!". A lo que Hemingway respondió sin girarse con un cómico acento yanqui: "¡Adiós, amigooo!"

La primera vez fue en la extinta librería de Crisol en la calle Goya, donde llegué tarde por unos pocos años. García Márquez entró con una amiga y le pidió a Angel, un dependiente de la vieja escuela, un ejemplar de Doce cuentos peregrinos, que recién acababa de publicarse. Como estaba agotado desde hacía días, Angel le recomendó Cien años de soledad, mientras todos los demás dependientes, incluido mi amigo, el poeta Alvaro Muñoz Robledano, le hacían señas desde atrás: "Es García Márquez. Es García Márquez". El autor agradeció la recomendación pero dijo que ya lo había leído. Aun así, Angel no era alguien capaz de dejar escapar una venta y persiguió a García Márquez por toda la librería hablándole maravillas de Cien años de soledad, es mucho mejor libro, dónde va a parar, y asegurándole que el tomo nuevo, el de los cuentos, era más bien flojito. A su alrededor los demás dependientes ejecutaban ya la danza de la lluvia. Poco tiempo después, el mismo Alvaro Muñoz tuvo que soportar la clásica disyuntiva latinoamericana cuando una señorona muy altiva se presentó en plan pelotón de fusilamiento y le ordenó que le diese un ejemplar de Cien años de soledad pero escrito por Vargas Llosa. "Es que es de García Márquez" repuso Alvaro. "Ya, pero es que yo a ese señor no lo aguanto".

En un recorte de periódico que guardé durante muchos años y que al final se me extravió, García Márquez escribía, a propósito de la muerte de Cortázar: "Por eso, porque lo quise y lo quiero tanto, me niego a participar en sus honras fúnebres". En este circo de huesos, el clásico despliegue carroñero de discursos rancios, coronas mustias, obituarios huecos y elogios de latón, no suele haber ningún amor a la literatura sino más bien una morbosa y repelente fascinación por la muerte. Como Cortázar, que se burló sin piedad de la falsa tristeza en los velorios, García Márquez también escribió contra la absurda y aparatosa glorificación por los difuntos en Los funerales de la mamá grande. Tarde o temprano la gran literatura se convierte en verdad y hoy el palacio presidencial se le ha llenado de gallinazos.

Más Noticias