Punto de Fisión

Un rey de zarzuela

Un rey de zarzuela

Hace años, cuando le preguntaron con quién le gustaría echar una partida de mus, el actor Alfredo Landa dijo sin inmutarse: "Con el rey, para guiñarle un ojo y decirle: Qué bien lo estás haciendo, majo". Y en la película de José Luis Garci, Volver a empezar, un premio Nobel español de Literatura recibe la llamada de Juan Carlos I (con la voz de Pedro Ruiz) felicitándole por el premio y por sus "palabras de agradecimiento a la Corona". Entonces el escritor (encarnado por Antonio Ferrandis) replica literalmente: "Majestad, no dije más de lo que hubiera dicho en esos momentos cualquier español orgulloso de serlo". Y añade ya sin el menor rubor: "En mi opinión es usted el hombre que España necesita". Para terminar, Juan Carlos I le confiesa que la reina se ha leído todos sus libros, que él sólo algunos, pero que en cuanto pase por Madrid, que le llame y que le invitará a comer unas chuletas.

Un premio Nobel que aprovecha el pedestal del galardón en Estocolmo no para hablar de literatura, de España o del Quijote sino para hacer loa de la Corona. La escena es tan bochornosa como el resto de la película pero no difiere mucho de la opinión generalizada que buena parte de la población española tiene sobre su monarca: una disparatada metonimia en que España y los españoles están al servicio de la realeza en lugar de viceversa. Lo esencial no es ya el servilismo o la ridiculez sino ante todo ese toque de confianza, la nota zarzuelera que da al guisote monárquico su inevitable tono bufo: el detalle de invitar a unas chuletas al lacayo juntaletras. "Te voy a llevar a un sitio del Madrid viejo que me sé yo". La campechanía elevada al cubo, cocida en el horno de la adulación, horneada en el fuego lento de la prensa y dorada con un toque borbónico. He ahí la receta culinaria gracias a la cual la figura del rey no sólo ha sobrevivido a todas las inclemencias históricas de su reinado y los lamentables escándalos palaciegos, sino que además sale fortalecida después de cada varapalo. Si el rey fuese un hombre de carne y hueso no habría resistido la temperatura del horno en la que se cocina el guisote. Sin embargo, el Juan Carlos de las monedas, el de los sellos, y la efigie intemporal estampada en el inconsciente colectivo puede, como los santos medievales, atravesar indemne el fuego. Eso es porque la monarquía española no se sustenta ya en el milagro dinástico de la sangre (por cierto, francesa), ni siquiera en un supuesto pacto constitucional, sino en el puro espejismo de la ficción, en un continuo y ferviente cuento de hadas.

El cuento habla de un rey bueno, un poco crédulo, rodeado de cortesanos intachables entre los que se cuela, indefectiblemente, algún traidor, algún ladrón, algún listo, algún yerno. Todo se tambalea a su alrededor (conspiraciones, escándalos financieros, negocios sucios) pero la Corona sigue adelante, limpia, impertérrita, y el rey firme al mando del timón del yate (el Bribón, no lo olvidemos, otro nombre para la historia). En su momento climático, el del intento de golpe de estado, el cuento de hadas narra cómo una joven y hermosa princesa llamada España estuvo a punto de ser devorada por un terrible dragón. Pero en el último momento aparece un rey apuesto y decidido, lanza un valiente mensaje de lealtad política y la historia acaba con un final feliz. Y un idilio en toda regla.

En realidad, a poco que uno lea, aunque sea por encima, los detalles del golpe de Estado del 23 de febrero, el cuento de hadas se va transformando en una espesa y nauseabunda trama de espionaje. Baste decir que uno de los principales implicados, el teniente general Milans del Bosch, es un decidido y fervoroso monárquico. Baste añadir que el cerebro criminal del golpe, el general Alfonso Armada, fue instructor personal del rey, uno de sus mejores amigos y secretario de la Casa Real durante años. Ni la más rocambolesca comedia de Hollywood podría hacer verosímil un malvado tan habilidoso como para ocultar sus movimientos a los ojos y oídos de toda la corte, por no mencionar a un monarca tan panoli como para no descubrir una conspiración urdida en sus propias narices por su propia mano derecha. Sin embargo, al gran público, compuesto básicamente de súbditos y lacayos, no nos queda más que tragarnos la versión oficial como nos tragamos la sardina monárquica en el plebiscito del todo incluido. Otro capítulo más del cuento de hadas urdido por la corte política y propagado a los cuatro vientos. La princesa España salvada por su rey, felices y comiendo perdices.

Al lado del 23-F palidecen los demás enredos en que se ha visto envuelta la Corona, pero no hay que desdeñarlos sólo porque en la mayoría de ellos ande por medio el vil metal. También andan por medio, como en el caso de Armada, amigos personales que acabaron con sus huesos en la cárcel tras muchos abrazotes, muchos apretones de manos con el rey: Manuel Prado y Colón de Carvajal, Javier de la Rosa, Mario Conde, Alberto Cortina y Alberto Alcocer (en realidad, estos últimos, los célebres Albertos, no acabaron en la cárcel a pesar de una condena en firme contra ellos y nadie se explica muy bien debido a qué clase de oscuros privilegios). En cualquier caso, esta lista de delincuentes de alto standing no sólo es el top-ten del pelotazo en España en los últimos veinte años sino también un exclusivo pase de modelos de la clase de amiguísimos que ha desfilado por el palacio de la Zarzuela. La explicación habitual es que el rey es tan majo, tan buena persona, que siempre lo engañan. No sólo es un ingenuo nato, sino también el único monarca de la actualidad capaz de tropezar ocho veces con la misma piedra. Un hombre que abre sus brazos (y sus resortes, y sus influencias) al primer desalmado que pasa por allí, el cual abusa de la confianza palaciega y acaba montando un tingado acojonante al tiempo que arroja, al paso de la carroza real, una cáscara de plátano. El último capítulo de esta odisea de resbalones se llama Urdangarín, un tipo que se sale del modelo habitual de commendatore (al estilo de Manuel Prado) o de triunfador sin escrúpulos (al estilo de Mario Conde), pero que lleva la confianza al extremo de haber logrado la mano de una de las infantas.

Al contrario que la del 23-F, que sucede en una tarde y un par de gestos, la fábula de la pureza real posee dimensiones medievales. A lo largo de los años, el rey y su estirpe logran mantenerse milagrosamente al margen de esa sucesión interminable de escándalos y negocios sucios que empapa la Zarzuela y donde sus chambelanes se van hundiendo uno tras otro. La nube de corrupción envuelve el palacio durante décadas, intoxicando a mayordomos y a banqueros, afectando incluso a un yerno bueno y deportista, pero el núcleo sanguíneo, el Rh borbón, permanece puro e incorruptible. Salvo Jesús Cacho y unos pocos valientes más (por no decir insensatos), ningún periodista, ningún investigador ha querido hurgar en esas tramas fétidas que implican también a reyezuelos árabes y amos del petróleo. El truco por el cual esta ficción se sostiene en tantas ocasiones como haga falta recuerda un poco el mecanismo narrativo más burdo y repetitivo del Quijote: el birlibirloque mágico con que el caballero andante explicaba cualquiera de sus desaguisados. Los gigantes se transformaban en molinos y los enemigos en pellejos de vino en virtud de unos malvados encantadores que andaban por ahí, enredándolo todo. Un recurso argumental bastante traído por los pelos pero que permite poner a salvo la dignidad del personaje. No es don Quijote quien se equivoca sino que sus enemigos lo confunden con artes de brujería haciéndole ver lo blanco negro. En el mundo espectral de don Quijote los caballeros siempre son bien intencionados y las damas virtuosas. La versión oficial, nuevamente estampada en titulares y grabada a fuego en el inconsciente colectivo (que pocas veces fue más inconsciente), habla de un rey inocente que se deja engañar una vez y otra por pura bondad de corazón.

No sólo inocente sino inocente de antemano. El pacto por el cual firmamos la monarquía constitucional como forma de gobierno también contiene un artículo que, más que redactado a finales del siglo XX, parece sacado de un grimorio medieval o una leyenda artúrica: "La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad". Hay otros, pero basta este grotesco artículo para incluir a la Constitución Española en una antología del humor negro, a medio camino entre Rabelais y Kafka, cuando no en el limbo de las religiones reveladas. Un ciudadano jurídicamente irresponsable, una persona a la que nadie puede acusar de nada, aunque cometa un crimen en nuestras propias narices, es algo más que un rey: es un dios vivo. Estamos condenados, gracias a la absurda Constitución de 1978, a la idolatría y a la ceguera voluntaria. Gracias a todos esos elementos, el  "juancarlismo" se convirtió en un culto de andar por casa, una religión con un dios campechano, una divinidad bonachona que de vez en cuando sale a navegar o a dar una vuelta en moto.

Porque en España, en los balbuceos del tercer milenio y tras más de tres décadas de democracia, la monarquía se sustenta no ya sobre un borroso pacto constitucional que casi nadie recuerda y sobre el que en realidad no tuvimos opción (aquel famoso plebiscito sobre la monarquía que venía al final del menú sería equivalente a un matrimonio forzoso en que la novia pudiera elegir entre el sí quiero o la violación), sino en el puntal de un personaje de ficción en el que esa entelequia que responde al nombre de pueblo español se reconoce del mismo modo que una masa de lectores entusiastas se identifica con el Quijote o con Sherlock Holmes (al menos mientras dura la novela). La inmensa mayoría de los españoles partidarios de la monarquía no se declararán monárquicos (hoy día es difícil defender la monarquía como forma de gobierno sin pagar un costoso peaje de bochorno intelectual y moral) sino únicamente "juancarlistas". "Yo soy juancarlista" era una frase muy oída en los debates entre monarquía y república. En un país donde los argumentos intelectuales casi siempre se rebajan al terreno personal (Quevedo o Góngora, Joselito o Belmonte) la monarquía ha sabido encarnarse en una figura que cuenta con unánime simpatía popular, incluso en el extranjero. Hay muchos partidarios del rey, es cierto, pero también lo es que Juan Carlos I cae bien a mucha gente no por ser rey sino a pesar de serlo. Es la misma gente que piensa que, ya que alguien tiene que representarnos, es una suerte que lo haga ese tipo tan majo y tan normal. El "juancarlismo" ha devenido todo un éxito literario en cuanto creó un personaje que, como don Quijote, Sherlock Holmes o Sinbad el Marino, es una fantasía absoluta, pero una fantasía que la gente siente como una presencia cercana y verdadera, mucho más verdadera, por ejemplo, que el panadero de la esquina o que un senador por Guadalajara. La imagen que transmite don Quijote resulta mucho más atractiva y verosímil que la que transmite Cervantes, su creador, por no hablar, de Felipe IV o del Conde Duque de Olivares, entes históricos, sí, pero completamente espectrales. Si España fuese una señora aficionada a las novelas (y desde luego el país que invento al Lazarillo y al Quijote bien merece la patente del invento), podríamos decir que en su mente el personaje de don Juan Carlos I ha funcionado (y sigue funcionando) de un modo mucho más efectivo que los personajes de Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo o Felipe González, meros secundarios sin sustancia. Aznar o Zapatero podrían incorporar, según los gustos de la señora, al bueno o al malo de la historia, pero Juan Carlos es el héroe intachable de un folletín, el de la democracia española, que se alarga ya tres decenios y pico. El héroe incontestable, para la derecha y la izquierda. No ese viejo loco de don Quijote sino más bien un caballero andante centrifugado del universo artúrico, un Perceval pero sin la insufrible mojigatería y la tontorrona perfección del buscador del Grial. Digamos un rey Arturo con afición a la buena mesa, los buenos puros, las cacerías de elefantes y osos y las buenas mozas. Un rey Arturo vividor y campechano, con sangre de Sancho Panza.

El triunfo del "juancarlismo" ha sido tan notable y absoluto que ha terminado por invadir todos los estratos de la sociedad: militares, culturales, deportivos. El nombre (y el rostro) del rey protagoniza los sellos de correos y los grandes eventos futbolísticos. Existen los premios Príncipe de Asturias para que no olvidemos el mecenazgo a las artes, las ciencias y las letras que nos ofrece graciosamente la Corona con nuestro propio dinero. La invasión ha llegado hasta el punto de que, como en una prolongación o una rectificación de la odiosa peseta franquista, el monarca también encabeza las monedas de euro. Mientras otros países europeos han escogido símbolos abstractos y duraderos como el águila alemana, la Marianne francesa o el hermoso esquema anatómico de Leonardo Da Vinci, nosotros preferimos un símbolo de carne y hueso, liviano, de andar por casa: el perfil inconfundible de Juan Carlos de Borbón. Para representarnos pudimos haber elegido (es un decir) a don Quijote, a Sancho Panza o a ambos, quintaesencia suprema del espíritu hispánico, pero al final decidimos ser pŕacticos y optamos por el best-seller, una figura que reúne a ambos. El "juancarlismo" es una reducción de los ideales quijotescos salpimentados con el pragmatismo y la risa de Sancho Panza.

Al rey de España se le disculpa todo en virtud de una especie de carta blanca de inocencia previa. El casi inconcebible artículo 56 de la Constitución Española simboliza ese perdón a priori en un pacto formal de credulidad con admiradores y súbditos, los cuales deben confiar ciegamente en su inocencia como los lectores ingenuos confían en el final feliz de Cenicienta. Más aun: no sólo se le ha perdonado todo sino que cada uno de los episodios en que se ha visto envuelto (sucesión franquista, golpe del 23-F, Torres KIO) han reforzado y consolidado su prestigio, lo mismo que las pruebas difíciles forjan a los grandes héroes literarios. Juan Carlos I trajo a España la democracia al estilo de Prometeo robando el fuego a los dioses. Juan Carlos I decapitó la hidra del 23-F al estilo de Perseo cortando la cabeza de la Medusa. Todo sigue en el mismo estilo laudatorio, aunque la nota grandilocuente y pomposa de los juglares monárquicos (periódicos, novelas, documentales y películas) se ha visto considerablemente suavizada por un tono menor, de chascarrillo, de comedia bufa, para decirlo en términos exactos. Ese elemento cómico es precisamente el que ha garantizado el éxito popular del "juancarlismo". No por nada la familia real reside en La Zarzuela, un nombre que inmediatamente evoca el género chico, con sus don Hilariones, sus chulapos, sus guardias bigotudos, sus morenas y sus rubias. Salvo naufragios, destierros o solitarias excepciones, España se quedó fuera de las grandes corrientes de la música europea: ni el sinfonismo llegó a calar en el gusto del gran público ni la ópera pudo parecer otra cosa que un entretenimiento para millonarios, un tedioso y carísimo capricho de pudientes. De haber nacido en España, Wagner, Verdi o Janacek se hubieran tenido que dedicar a vender barquillos. Pero la España de zarzuela, la España de charanga y pandereta que tan certeramente radiografiara Machado es la misma que aplaude a rabiar las bodas principescas, las regatas reales o las divertidas desdichas de los yernos palaciegos, convertidos en los últimos tiempos en tentetiesos de telenovela. Si Sissi emperatriz y Luis II de Baviera fueron los penúltimos ejemplos de una monarquía de opereta, en los albores del tercer milenio los borbones han sabido trasplantar con éxito las flores finales de una dinastía marchita gracias a una saludable inyección de agua, azucarillos y aguardiente.

Las dinastías decimonónicas que no se extinguieron bajo la guillotina murieron de seriedad. Las orejotas de Carlos de Inglaterra, sus culebrones matrimoniales y las borracheras y desmanes de otros jóvenes principitos son los que mantienen viva y fresca la monarquía inglesa desde la tragedia automovilística de Lady Di. Hace mal la corte española en secuestrar revistas satíricas, cuando está demostrado que los miles y miles de portadas insultantes y de críticas acerbas que ha soportado y sigue soportando la reina Isabel no han hecho otra cosa más que alimentar la popularidad real y apuntalar más firmemente el trono inglés. En España nos hemos tenido que conformar con la leyenda urbana, los rumores callejeros y los chistes de taberna, pero la comicidad, el elemento chusco, el toque a lo Sancho Panza, son los ingredientes que han asegurado el éxito de un personaje cuyas gloriosas hazañas náuticas (la travesía de la Transición, el amotinamiento del 23-F, el heroico cabotaje a través de tempestades de escándalos y tormentas de dinero negro) son demasiado ostentosas e inverosímiles como para tomarlas en serio. El "juancarlismo" es una odisea en clave de esperpento, un cantar de gesta con música de zarzuela.

Aunque a menudo lo parezca, el trabajo del rey no es ganar regatas ni esquiar ni ir al fútbol o a los toros. Tampoco guardar el propio honor ni salvar de vez en cuando la patria. Al igual que don Quijote creía que su principal misión era ir por ahí desfaziendo entuertos, la principal labor de Juan Carlos I es la de Jefe del Estado, una función simbólica en la que se supone que el rey representa al conjunto de los españoles. Digo se supone porque incluso este sencillo papel también se ha visto entorpecido por las resonancias chuscas de la zarzuela borbónica. Para empezar, como cabeza visible del estamento militar, el rey ha faltado en varias ocasiones al compromiso con sus deberes, aunque la más escandalosa, sin duda, fue la ausencia de cualquier representante de la Casa real el día en que dos fragatas salían en una misión de bloqueo hacia las aguas del Golfo: la primera vez en la democracia que la Armada Española participaba en una misión conjunta con una flota internacional. El rey, el príncipe y sus allegados estaban muy ocupados disfrutando de sus merecidas vacaciones en su lujoso palacio de Marivent en Mallorca como para ir a despedir a unos cuantos marineritos. Este desprecio a las fuerzas armadas, ampliamente comentado en círculos militares, contrasta con la asistencia real a  eventos deportivos (finales de fútbol, trofeos de tenis) a los que no suele faltar solo o en pareja, por no hablar de los viajes repentinos con los que no ha dudado a veces en interrumpir sus vacaciones para ir a recibir a algún reyezuelo árabe de esos a los que guarda tanto cariño.

No obstante, si hay un ámbito donde ha sido palmaria la inutilidad de la función representativa en la jefatura del Estado es en la ausencia continua y flagrante de cualquier representante de la Casa Real en los funerales por las víctimas de ETA. Durante décadas, hasta el asesinato de Miguel Angel Blanco, ni el rey ni la reina ni ninguno de sus vástagos hicieron acto de presencia para dar el pésame a las familias y presidir el dolor del pueblo español en la larga y aterradora travesía del terrorismo etarra. No se me ocurre otro lugar donde hiciera más falta un capitán, ninguna tribuna más solemne y digna para que un auténtico líder diga sus compatriotas que sufre con ellos, que comparte su dolor, que les acompaña en el duelo, la lucha y la esperanza. Por lo visto, durante años y años, el rey de todos los españoles tenía cosas más importantes en su atareada agenda que acudir a cientos y cientos de entierros: policías, guardias civiles, jueces, soldados, generales, concejales, simples ciudadanos, niños. Y no ha encontrado mejor tribuna para hablar (poquito, eso sí) del terrorismo etarra que en su tradicional mensaje navideño, entre el turrón y los villancicos.

¿Dónde estaba nuestro ilustre representante mientras despedíamos a tantos de los nuestros? Quién lo sabe. ¿Tal vez el rey temía enfadar a alguien con su presencia en un cementerio? Mejor no meterse en política, como decía Franco, mejor callar y presidir al día o a la semana siguiente un palco en un partido de fútbol. ¿Por qué no acudió ni una sola vez a un solo funeral en tantos años? Tal vez porque intuyó algo que la sociedad española no ha comprendido aún: que, en efecto, no hacía ninguna falta. Que con nuestros representantes políticos electos (presidentes, gobernadores, alcaldes) basta y sobra. Para no incordiar, el rey prefiere relegar su breve alegato contra ETA, plagado de obviedades y lugares comunes, en su mensaje de buena voluntad de Nochebuena, ese disco rayado que es como un regalo más que nos hace a todos los españoles para recordarnos que todo rey también es un Rey Mago y que el "juancarlismo" también es una tradición mesiánica.

La primera gran obra de la literatura española, el Poema del Cid, se abre con el destierro del héroe que sale a los caminos después de pedirle al rey que jure su inocencia en el asesinato de su hermano. El Cid pasa por los pueblos y la gente sale a la calle a despedirlo con lágrimas en los ojos. Alguien exclama un verso que bien podría resumir toda la futura historia de España: "Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor". En efecto, desde los Austrias hasta los Borbones, desde Isabel la Católica a Rajoy, desde ayer hasta hoy, el verso sigue resonando con su implacable poder profético. Lo curioso es que en el siglo XIII un poeta anónimo se atreviera a cuestionar el poder real incluyendo el cargo de fratricidio. Desde el Cid, la desconfianza hacia la figura del rey es uno de los tópicos de la literatura y el arte hispánicos. No hay más que recordar los retratos espectrales que de ciertos monarcas nos legó Velázquez (prognatos convictos y confesos, lerdos difuminados en la estupidez o tintos en pura niebla), por no hablar de la impresionante Familia de Carlos IV, de Goya, que casi parece un estudio de aves rapaces. Los hermanos Bécquer se atrevieron a publicar una serie de estampas caricaturescas (Los Borbones en pelota) cuyo único parangón, hoy día, se encuentra en ciertas revistas satíricas. Por lo demás, en los albores del tercer milenio, con la libertad de expresión garantizada constitucionalmente (y junto a ella la libertad de prensa), todo lo que se oye en torno a la familia real, salvo tímidas notas discordantes, son felicitaciones, parabienes y alabanzas en un continuo y vergonzoso bajo continuo. El coro positivista es tan unánime y servil que inmediatamente uno recuerda la frase del general Patton: "Si todo el mundo piensa igual es que alguien no está pensando".

Sospecho que hay dos razones principales para tanta unanimidad, tanta alegría y tanta sordera. La primera es de orden político y apunta al prólogo de la fábula monárquica. Cuando se dice, sin pizca de ironía, que el rey es la pieza clave de la Transición se está realizando una operación alquímica por la cual el delfín de Franco, uno de los pilares de la dictadura, se convierte por obra y arte de la ficción (o sea, de la palabra) en la piedra angular del estado democrático. Pero, por desgracia, la borbónica no es la única dinastía que traía oculta el paquete bomba de la flamante Constitución. Dentro de ese hermoso caballo de Troya regalado a todos los españoles venían también, disfrazadas de demócratas, muchas de las grandes familias del franquismo, todas las dinastías de banqueros, jueces, militares y empresarios que estuvieron al frente del país durante décadas. Y sobre todas ellas, la casta política, heredera directa de Franco, que con su apoyo inquebrantable a la monarquía se aseguró el carácter hereditario de los cargos públicos. En casi cuatro decenios de democracia, raro es el alto funcionario, de derecha o de izquierda, de la A de Aznar hasta la Z de Zerolo, que no haya tenido un padre, abuelo o tío metido hasta las cachas en el organigrama franquista. No es raro que los nostálgicos de la dictadura se atrevan a comentar que las cosas no eran muy distintas con Franco, que Franco trajo la democracia a España o barbaridades parecidas. Hablan con conocimiento de causa pues saben que quienes siguen manejando los resortes del poder son los mismos prebostes, las mismas familias, los hijos y los nietos del franquismo. Parafraseando el famoso lema de Lampedusa, en España todo ha cambiado para que todo siga igual.

La segunda razón es de orden estético y me atrevería a decir que incluso metafísico. El personaje de Juan Carlos I ha gozado de un incuestionable éxito popular por los mismos motivos por los que funciona un personaje de novela. Cae bien, a pesar de todos sus defectos. Es simpático, a pesar de todas sus distancias. Y, ante todo, funciona porque muchos españoles desearían ser como él: un triunfador nato, un tipo que siempre cae de pie, un adúltero en serie que mantiene el espejismo de un matrimonio perfecto mientras se codea con señoras estupendas, un señor impune por derecho a quien nadie puede tocar un pelo. Es una fantasía demasiado poderosa como para resistirse a su embrujo.

La abdicación es la guinda perfecta para este pastelazo que nos hemos tenido que tragar cucharada a cucharada durante casi treinta y nueve años, los mismos que duró su mentor y antecesor en el cargo. Pero ya se ha dicho tantas veces que no importa repetirlo otra: el esclavo no quiere ser libre, quiere ser amo. Los siervos, más que amar a su rey, más que odiarlo, lo envidian. Manuel Prado, Armada, Mario Conde, Urdangarín: la comedia monárquica es como un ogro que va devorando a sus hijos, alimentándose de sus propios errores. No importa cuántos escándalos, cuántos tropiezos, cuántas mentiras o ausencias jalonen su reinado. La zarzuela sigue adelante y nadie puede detenerla. ¿O es que alguien va a salir de entre el coro de aduladores y súbditos para dar la voz de alarma y decir que el traje de superhéroe que hemos adorado durante décadas no existe ni existió nunca? ¿Qué niño insensato se atreverá a decir en voz alta que el rey está en pelotas?

 

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