Punto de Fisión

Yo vi al príncipe Felipe

Yo vi una vez al príncipe Felipe. En una fecha indeterminada a mediados de los ochenta, en la entrada compartida entre las facultades de Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Era una mañana soleada, brillante, inflamada de polen y de pájaros. Yo recuerdo una mañana de primavera pero la memoria me traiciona: debía ser otoño puesto que era el primer día de curso, al menos para el príncipe Felipe.

Una inmensa multitud de estudiantes se había agolpado en las escalinatas, en los pasillos y en los jardines del campus para contemplar la llegada del elegido. Algunos se asomaban por las ventanas, la mayoría eran chicas y detecté en ellas ese nerviosismo inequívocamente sexual que precede al aterrizaje de una estrella de cine o un cantante de rock. Pero, ¿qué películas había protagonizado aquel chico? ¿Qué canciones cantaba? "Es el príncipe, tía, es el príncipe". La contraseña corría de un corro a otro cuando una figura alta y desgarbada surgió entre el gentío escoltada por varios trajes oscuros. Felipe de Borbón y Grecia saludó esbozando apenas una sonrisa un poco forzada, un poco difícil, quizá abrumado o quizá hastiado ante aquel inesperado homenaje.

Debo decir que en ese instante sentí una profunda lástima por él y por mí, por todos nosotros. Me pareció un espectáculo bochornoso, lamentable, aquella súbita adoración multitudinaria ante alguien que no había mostrado otro mérito en la vida que la suerte biológica, el nacimiento afortunado, la sangre principesca. Buena parte de la élite intelectual del país, profesores y estudiantes de Filosofía, de Historia, de Derecho, de Filología, habían salido a aclamar a un príncipe como un coro de paletos medievales en un cuento de otra época. Estudiosos del Poema del Cid y expertos en Derecho Civil aplaudían hasta escocerse las manos. Lectoras de Neruda, de Saussure y de Nietzsche estaban mojándose las bragas ante la visión resplandeciente del perfil borbónico. En ese instante comprendí que como país no teníamos remedio.

Debo añadir también que, aparte de la lástima, no sentí nada especial ante la presencia del príncipe Felipe. No me impresionó lo más mínimo. No era un experto en Física, como algunos que estudiaban tres edificios más abajo; ni un poeta loco descarriado, como alguno con el que me emborrachaba yo en el césped; ni un gran ajedrecista de nombre impronunciable con el que perdí unas simultáneas en la facultad de Derecho junto a otros treinta y cuatro muchachos; ni mucho menos un músico genial, como aquel polaco, Penderecki, al que nombraron doctor honoris causa años después en una austera ceremonia a la que no fue prácticamente nadie. Era sólo un muchacho criado entre algodones en una burbuja dorada, en los fastos y tiranías de la corona, que ni siquiera podía asistir a clase o tomar una cerveza sin que una incansable corte de lameculos acudiera a limpiarle los zapatos. Fue sencillamente patético y, al mismo tiempo, una lección magistral en carne y hueso de Historia, de Filosofía, de Literatura y de Derecho.

Cuando alguien se pregunta qué diferencia hay entre monarquía y república, cuál de los dos sistemas sale más barato y qué ventajas tiene uno respecto a otro, siempre recuerdo aquella mañana soleada en la Autónoma. Porque sigo sin entender qué oscuro mecanismo de esclavitud, de servilismo o de vasallaje llevó a esa multitud de jóvenes estudiantes a ovacionar a un vástago de una rancia línea dinástica. Con el tiempo he tenido la oportunidad y la suerte de coincidir con algunos de los más destacados ejemplares humanos de nuestra época. En Cracovia le hice una entrevista de una hora a Stanislaw Lem, uno de los grandes escritores del pasado siglo. En un restaurante de Madrid, gracias a mis editores de Desnivel, cené junto a Reinhold Messner, el primer hombre que tocó los catorce vértices del mundo. Y una noche de ébano, en el extinto Palacio de los Deportes, sentí a los dioses de la música descender chorreando sangre y fuego del traje estridente y la trompeta roja de Miles Davis. El talento es la única realeza. Aquel anciano bajito, aquel ogro barbudo, aquel negro imperial son las únicas majestades que yo haya visto sobre la tierra.

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