Punto de Fisión

La muerte hace un casting

No puedo acostumbrarme a leer en los obituarios que alguien ha fallecido "de muerte natural"; me lo imagino sin ganas de vivir, dejándose llevar del brazo de la Parca. En realidad, aunque las leyes de la biología digan lo contrario, no hay nada menos natural que morirse. Estamos demasiado habituados al hecho bruto de respirar, tanto que no nos resignamos, por mucho que la noticia insista luego en la avanzada edad del fallecido, como si la muerte no siempre fuese un accidente. Por eso, en el momento en que iba a ponerme a escribir sobre la tristeza de haber perdido para siempre a James Garner, la realidad ha venido a explicar la diferencia con la elipsis brutal de Álex Angulo en una carretera de La Rioja.

Garner tenía 86 años y una carrera cinematográfica más que respetable a sus espaldas; Angulo, con apenas 61, en plena madurez interpretativa: una puñetera injusticia. Pero la guadaña los ha igualado en una fecha y un podio, el de esos secundarios imprescindibles que podían bordar un protagonista en cuanto les daban oportunidad. Ambos caían simpáticos, tenían una tendencia natural a la comedia y eran de esos actores tan jodidamente buenos que apenas parecía que se esforzaran.

Mi primer recuerdo de Garner es el del aviador yanqui en un campo de prisioneros, trajeado de azul, sin perder su elegancia natural ni siquiera en un barracón del ejército. Su papel era el del proveedor de La gran evasión, el tipo de los cambalaches que podía conseguir cualquier cosa, desde una lata de leche condensada a una cámara fotográfica. En esa oda a la tenacidad y la minería, entre la claustrofobia hercúlea de Charles Bronson, el patetismo cegato de Donald Pleasence, la obstinación heroica de Steve McQueen, el estoicismo ciclista de James Coburn y el torpe doctorado en fugas de Richard Attemborough, James Garner proporcionaba un toque de cachondeo a la epopeya. Su presencia siempre fue una especie de viril salero cinematográfico con el que el director salpimentaba los platos, ya fuese un western tipo Maverick, o una de cine negro donde logró el Marlowe más divertido que se recuerda. Sin embargo, a veces su comicidad natural jugaba contra las expectativas, como en la extraordinaria Al caer el sol, donde se codeaba sin el menor problema entre tres monstruos de la talla de Paul Newman, Susan Sarandon y Gene Hackman. Imposible olvidar su oración en la comedia espacial de Clint Eastwood, Space Cowboys, donde incorporaba al más abuelo de los cuatro astronautas: "Oh Señor, no permitas que la caguemos".

A Angulo también lo recuerdo con una oración entre dientes, la fenomenal blasfemia que susurra al oído de un pobre moribundo casi al comienzo de El día de la bestia: "Púdrete en el infierno". Gracias en buena parte a su interpretación de un sacerdote entregado al ejercicio del mal, cuajó Álex de la Iglesia su película más redonda, un soberbio cruce de géneros entre la comedia satánica y el terror desmelenado donde la contención y el oficio de Angulo equilibran la más que posible catástrofe. Tenía una mímica tan prodigiosa que en El gran Vázquez, una de las mejores comedias españolas de los últimos años, su personaje tenía el trazo de un dibujo animado. Su rostro era una gárgola buena y amable que ha llenado de vida el cine español de las últimas décadas; incluso en las películas más flojas, dos minutos de Angulo en la pantalla eran suficientes para salvarla del olvido. Sin embargo, siempre nos quedaremos con las ganas de verlo en más protagonistas, en ese gran papel que se merecía, que el destino o la mala suerte no quisieron concederle y que nos hemos quedado ya para siempre sin ver en esta tonta tarde de domingo en que la muerte se ha puesto a hacer un casting.

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