Punto de Fisión

¿Os gusta la cárcel del abuelo?

Despacio, porque en España la justicia aparte de ciega es cojitranca, uno a uno los grandes diplodocus del PP van dirigiéndose hacia su hábitat natural. Llevarlos hasta el trullo es un proceso lento, costosísimo, incomprensiblemente complejo, aunque nadie lo diría viendo las abrumadoras pruebas de culpabilidad, los apestosos índices incorruptos, la obscenidad sin límites de estos sujetos que manejan comunidades autónomas y diputaciones provinciales a dedo, como si en vez de gobernar estuviesen haciendo una paella y sus primos, cuñados, fulanas y amigotes fueran los ingredientes necesarios para ir removiendo el puchero.

Han tenido que pasar diez años, nueve jueces y cuatro fiscales para sentenciar a Carlos Fabra; por lo que sabemos, los dinosaurios se extinguieron en menos tiempo. Desde luego, no opusieron tanta resistencia, esa agónica tozudez que lo ha llevado a recurrir al Supremo, luego al Constitucional, y como lo cabreen, al Tribunal de la Haya y al jurado de Operación Triunfo si hace falta. Allá donde vaya, Fabra confía en encontrar un amigo o, por lo menos, alguien que le deba un favor, lo cual no es muy difícil. Cuando paseaba por Castellón y por todo el litoral valenciano le iban regalando naranjas, como a don Corleone. Más de un fiscal le ha intentado rebajar la pena, así porque sí, como si fuese una infanta, y de caer en manos de Risto Mejide lo mismo lo absuelve por solidaridad óptica.

Dentro de la amplia fauna de los capos de la extrema derecha, Fabra es por sí mismo un accidente de la naturaleza, una glaciación con gafas, una especie digna de estudio aunque sólo fuese por su tenacidad y su descaro acojonante. Aunque todavía dudamos muy mucho de su destino final, más que en una cárcel, habría que preservarlo en un laboratorio y estudiarlo hasta que le vuelva a tocar la lotería. Fabra es un personaje que lo sacas tal cual en una novela negra, con sus lentes de vendedor de cupones, sus francachelas y su hija, y si algún editor tiene cojones a publicarla, el libro va andando él solo hacia el estante de ciencia-ficción. Nadie podría escribir en serio un diálogo como el que Fabra improvisó con sus nietecitos: "¿Os gusta el aeropuerto del abuelo?". Menos aun, la frase que alguien le grabó poco antes de las autonómicas de 2007, frotándose las orejas de asombro: "Yo no sé la de gente que habré colocado en 12 años, en el hospital, en la Diputación, en el puerto, pero el que gana las elecciones coloca a un sinfín de gente y esa gente es un voto cautivo, supone mucho poder". Así es Fabra, una ONG con patas.

Ahora está echando una carrera con Matas para ver cuál de los dos ingresa después entre rejas, o mejor, a ver quién ingresa menos, que ya bastante tiempo han perdido en el banquillo. Aznar puso a Matas como ejemplo de honradez y Rajoy subió la apuesta y puso a Fabra como su ciudadano ejemplar favorito: entre los cuatro forman una partida de póquer de esas en que los profesionales se hacen el tonto para despistar y desplumar al primer primo que pase (el primo, en esta partida, se llama España). Matas, al menos, tuvo la previsión de construirse una cárcel con años de antelación aunque al final parece que no le gusta como alojamiento provisional; no está seguro del suministro de cemento por si se le cayera el techo encima. Fabra no tendría ese problema porque sus construcciones, aparte de impecables, están todas por estrenar, como ese aeropuerto peatonal donde fundió 200 millones de euros públicos sólo para que cagaran a gusto las palomas. De habérsele ocurrido que podía caer en ella, Fabra se hubiese levantado una prisión a imagen y semejanza, como el imperio de Marina D’Or, con 15 campos de golf para golfear a lo grande, y luego hubiese invitado a los nietos a visitarlo: "¿Os gusta la cárcel del abuelo?".

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